PAUL.
Llego a la cafetería a las siete y cinco. Ni un minuto más, ni uno menos. Es tarde pero todavía no han llegado los chicos de la recolección. Son temporeros, pero los conozco de otros años. Siempre suelen ser los mismos y siempre llegan diez minutos tarde, con cara de no haber dormido en toda la noche.
Jaime mi capataz, y padre de Carol, es el que se encarga de traerlos hasta aquí y luego entre los dos, los repartimos las cuadrillas por los campos.
Empujo la puerta y nada más entrar me llega el olor a pan tostado y café que tanto me gusta. Alessandra me ha preparado café en casa, pero haré hora hasta que lleguen los chicos.
Miro a mi alrededor y todo parece estar en orden. Al menos no han incendiado nada. Todavía…
Carol está detrás de la barra, colocando las tazas.
—Buenos días, Paul —dice, sonriendo.
—Hola, Carol —asiento con la cabeza. —¿Todavia no a llegado tu padre, no?
—Supongo que estará esperando a los chicos. —responde mirado el reloj que lleva en la muñeca.
Me adentro y la veo. Ahí está, la citadina, Anne.
Con un nuevo delantal más a su medida, atado a la cintura, recogiendo las migas de pan de la tabla de corte con un paño. Me ve entrar y ni se inmuta, pero veo como me mira de reojo y sin querer se me escapa una leve sonrisa. Al sentarme frente a ella en la barra, me cruzo de brazos.
—¿Todavía estás aquí?
Levanta una ceja sin dejar de limpiar.
—Para tu desgracia, sí —rueda los ojos y me mira—. Y lo siento por ti, pero vas a tener que seguir viéndome cada día.
—Qué suerte la mía —murmuro, quitándome la chaqueta.
—Pues sí. Porque soy mejor que la lotería —contesta con media sonrisa.
Carol suelta una risita. No dice nada pero observa divertida, lo que se ha convertido en nuestra dinámica cuando nos encontramos.
—Ponme un café y una tostada —le digo a Carol.
Pero es Anne la que se adelanta y saca el pan como si me hubiera leído la mente.
—¿Café solo? —pregunta mientras coloca la rebanada en la tostadora.
—Sí. No me gusta lo dulce por las mañanas.
—Ah. Entonces de ahí viene lo amargo —comenta, dándose media vuelta—. No solo es por el carácter.
La miro. Entorna los ojos, divertida.
—¿Siempre hablas así a los clientes o eres así especialmente conmigo?
—Solo lo soy con los que me provocan —dice, alzando los hombros—. Y tú eres de esos. Tal vez el más provocador.
—Vaya, estás contestona.
—Debe ser por lo mucho que me inspiras.
Carol se cubre la boca para no reírse. Yo apoyo las manos en la barra y ahogo una sonrisa. Va tomando confianza.
—Qué honor, citadina.
—Gracias, me esfuerzo —dice, volviendo a la cafetera.
—¿La tostadora funciona? No veo mi tostada.
—Funciona mejor que tú a estas horas —responde sin girarse—. No vas a conseguir ponerme nerviosa.
—¿Y el café? ¿Ya has aprendido a hacerlo espresso o todavía no?
—Pruébalo, gruñón —dice, colocándome la taza delante y dedicándome una sonrisa.
La tomo y le doy un sorbo.
Caliente, amargo y sin azúcar.
Está bien...
Está muy bien...
La miro sin decir nada.
—¿Y? —pregunta, con los brazos cruzados, esperando el veredicto…
—No está horrible.
Anne abre mucho los ojos y niega, entre indignada y divertida.
—Eso es un “está muy bueno” en Paullandia —traduce Carol—. Te lo aseguro.
—“Muchas gracias, Su Majestad” —contesta Anne, haciendo una reverencia exagerada.
—Un día se te va a olvidar el azúcar y lo voy a celebrar a lo grande —respondo.
—Si eso pasa, te doy permiso para que lo hagas. Pero mientras tanto, a beber y a callar.
—Tú me provocas a propósito, ¿no?
—Tú has empezado —dice, señalándome con las pinzas del pan.
—Yo he venido a desayunar.
—Y yo a servir desayunos. Y aquí estamos los dos.
—Tú no durarás mucho…
—¿Ves? Otra vez me estás provocando.
Carol nos observa con los codos apoyados en la barra, disfrutando como si viera una serie.
—¿Queréis que os deje solos? —dice, mordiéndose el labio para no reír.
—No —decimos los dos a la vez.
Silencio.
Anne se gira, se sirve ella misma un café. Me mira de reojo, pero no dice nada.
Yo miro por la ventana. La camioneta de Jaime aparece por la curva.
—Ahi está mi padre —advierte Carol al mismo tiempo señalando hacia la ventana.
—Hora de ir a trabajar.
—Qué pena —dice Anne, rodando los ojos, mientras me da mi tostada en un platito.
—Volveré mañana. Tal vez ya te hayas rendido.
—Ni lo sueñes.
—Tranquila, ciudadana, mañana intentaré ponértelo más fácil.
—Claro que no, por mí no hagas nada. Sigue igual, solo viniendo a molestar y a desayunar barato.
Doy un bocado a mi tostada y la dejo sin acabarmela, camino hacia la puerta, ya que los recolectores me están esperando fuera. Carol me hace una seña para que mire el móvil.
En la pantalla:
"Ambos sabemos que te cae bien."
Meto el teléfono en el bolsillo sin responder.
Porque puede que sí. Que me caiga bien.
Demasiado bien.
Y eso es un maldito problema.
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Editado: 05.06.2025