ANNE.
Ya hemos servido los últimos almuerzos. Carol y yo recogemos los platos y limpiamos la barra, hasta que todo se queda listo para poder volver a empezar mañana.
—¿Tienes planes para esta tarde? —me pregunta mientras repone las últimas bebidas.
—Voy a salir a andar. Necesito tomar el aire y estirar las piernas. No hago ningún deporte y me vendrá bien moverme un poco.
—Pues si sales por el sendero que hay detrás de la cafetería, a la izquierda —dice, señalando con la barbilla hacia la puerta trasera—, vas a encontrar unas zarzas gigantes. Están llenas de moras silvestres, grandes. Eso sí, están a un par de kilómetros. Si te apetece, podrías recoger algunas y después podemos hacer una tarta.
—¿Tarta de moras?
—No cualquier tarta, sino la mejor. Es receta de mi abuela y no es nada complicada.
Me gusta la idea, así que no me lo pienso.
—¡Vale! Pero no te prometo nada. Lo mismo no las encuentro.
—Si sigues mis indicaciones, las vas a encontrar seguro —se ríe.
—¿Te importa si me voy y te quedas hasta que lleguen Emma y Dave?
—Claro que no, ve.
Tomo una botella de agua, me recojo el pelo y salgo por la puerta trasera del café. El sendero está desierto, pero tiene algunos tramos sombreados. Me gusta este pueblo y me gusta el olor a aire puro.
Camino a paso ligero y, en algunos tramos no muy largos, intento trotar un poco, aunque últimamente, supongo que por el embarazo, me siento mucho más cansada. Lo que me recuerda que tengo que hablar con Emma para que me recomiende un obstetra.
Durante un rato, solo se escucha el crujido de la grava bajo mis pies, hasta que, al doblar una curva, algo me llama la atención.
Una camioneta negra, inclinada dentro de un campo y medio hundida. Y para mi sorpresa, al lado, de pie, está Paul, con las mangas de la camisa remangadas y cara de muy pocos amigos, empujando como si la rabia pudiera moverla.
Sin dudarlo me acerco.
—Hola. ¿Qué haces?
Paul levanta la cabeza, me ve y suspira, como si le molestara mi presencia.
—¿Qué parece que hago?
—Parece que estás empujando un coche que ha decidido quedarse aquí, en mitad de la nada.
—Se ha quedado atascada. El terreno está empapado desde anoche. Y los chicos no están, así que aquí estoy intentando sacarla yo sólo.
—¿Te ayudo?
—¿Tú? ¿Ayudarme?
—Sí —respondo, cruzándome de brazos—. ¿Qué? ¿Crees que no puedo?
—No lo sé… No tienes cara de mecánica, ni llevas botas para el barro.
No le contesto. Camino hacia el borde del camino, busco un manojo de ramas gruesas y empiezo a romperlas en pedazos. Él me mira sin decir palabra.
Recojo unas cuantas más. Me agacho y empiezo a colocarlas bajo la rueda que está enterrada hasta casi la mitad.
—¿Qué haces?
—Tratar de sacarte de aquí y demostrarte que no necesito un curso de campo para tener sentido común.
No responde. Solo me observa en silencio.
Termino de colocar las ramas, me limpio las manos en los pantalones y señalo con la cabeza.
—Súbete y arranca cuando te diga. Yo empujo la camioneta.
—No vas a poder sola. Vamos a hacerlo al revés.
—No. Hazme caso por una vez.
Para mí sorpresa Paul se sube a la camioneta sin protestar. Yo me coloco detrás y apoyo ambas manos en el guardabarros, tomo aire y hago un gesto con la mano izquierda.
—¡Dale!
Él arranca. La rueda gira una vez y patina, pero las ramas no se mueven. Vuelve a intentarlo.
Y ahí va.
El coche se mueve, lento, pero parece que va saliendo.
En el proceso, claro, la rueda me salpica de barro hasta el pecho. Siento el frío húmedo, el peso pegajoso en los pantalones y la camiseta. Me miro. Estoy hecha un desastre.
Y no sé por qué, pero me da por reír. Me río fuerte y con ganas. Hacía tiempo que no me reía así. Estoy empapada en barro y no me importa.
Paul baja del coche y me mira como si no entendiera nada.
—¿Te estás riendo?
—Sí —respondo, limpiándome la cara con el dorso de la mano—. No todos los días una acaba bañada en barro ayudando a un ogro a salvar su camioneta.
—Pensé que ibas a gritar, o llorar, o incluso a amenazarme con denunciarme.
—¿Por qué? ¿Por haberme dejado ayudarte? No. Estoy bien. Además el barro viene bien para el cutis—. Le guiño un ojo.
Se queda callado y me observa durante un segundo más.
—Gracias —dice, sin mirarme directamente.
—De nada —respondo, sonriendo—. Pero la próxima vez, echa una pala.
—La próxima vez espero ya no meterme en el barrizal —murmura.
—Bueno, —digo, empezando a caminar de nuevo—. Pero al menos, si te pasa, ya sabes a quién pedir ayuda.
Siento su mirada clavada en mi espalda mientras me alejo.
Y no sé por qué… pero me gusta que se haya sorprendido, aunque no debería importame el concepto que tenga de mi, me importa.
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Editado: 06.06.2025