Una Obra Sin Título

El Samurái y su Perro

En el antiguo país del sol naciente, por más de cien años los Samurái fueron la élite militar que mantenía el orden de su nación. Instruidos en el fino arte de la espada, arco y lanza, actuaban bajo un estricto código de honor y ética conocido como bushido, el camino del guerrero, el cual seguían hasta el fin de sus días sin arrepentimiento ni duda alguna; verdaderos maestros en el arte de la guerra y de gran sabiduría.

Existieron durante esa época Samuráis de legendario renombre y prestigio, ya fuese por su insuperable habilidad para el combate o por su sabiduría y sentido del deber; incluso ambas. Y habían otros muchos más que aspiraban algún día ser como ellos; ser el más hábil y el más sabio.

Entre estos, había un joven hombre llamado Hatanzo.

Conocido por ser un vagabundo desde muy joven, Hatanzo era un chico algo frío, pero de buen corazón. Cuando obtuvo la edad, acogió como costumbre deambular de un poblado a otro en busca de ampliar su conocimiento en el arte de la espada, las artes marciales y la filosofía.

No era algo fácil el hacer. Su viaje lo llevo más de una vez a estar en peligro mortal, ya sea por algún puñado de bandidos o maleantes, o por algún error suyo; incluso por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Se ganaba la vida realizando pequeños trabajos y encargos, y cuando el cable negro le apretujaba el estómago y no había dinero, recurría al bosque y a su buena habilidad para la cacería.

Poco regresaba a su pueblo natal, y cuando lo hacía, era bien recibido por su maestro, un Gran Maestro Samurái de avanzada edad que luchó codo a codo en la batalla contra los mongoles y quien era permisivo con ese estudiante en particular.

A la mirada de muchos de sus compañeros, parecía que el Gran Maestro mimaba demasiado a Hatanzo al permitirle deambular libremente. Pero la impecable habilidad de Hatanzo con la espada no era de discutir ni siquiera entre ellos, y por lo mismo no replicaban; el Gran Maestro tiene sus razones, solían decir.

Ocasionalmente en su pueblo, cuando el joven hombre cumplió los veinte años de edad, fue tomado por sorpresa con una pequeña celebración en donde su maestro, en medio de la humilde fiesta hecha también como descanso para sus demás estudiantes, le obsequió un cachorro. Un pequeño perro mitad lobo.

Con el cachorro entre sus brazos, Hatanzo observó a su maestro con una mirada confundida.

―Aprecio su regalo, maestro ―dijo, alzando al pequeño animal―. Pero no veo la necesidad de esto.

Con ojos amables y una pequeña sonrisa, el Gran Maestro contestó.

―Desde los diecisiete has deambulado solo de un lado a otro, nada más que acompañado por tu mente y la naturaleza que te rodea. Las mujeres en burdeles pueden calmar tu cuerpo, muchacho, pero no aplacar tu soledad. Y sé que no tienes tantos amigos para alguien que ha recorrido a pie un buen trecho de nuestro país. Pero ahora, con él, ya no estarás solo en tus viajes. Acéptalo.

Hatanzo volvió otra vez a mirar al pequeño animal.

Su ternura no era de dudar, y tampoco era un cachorro feo. Era enérgico y entusiasta, aun entre sus brazos. Y fue eso mismo lo que le hizo sonreír en el momento.

―Sí. Muchas gracias, maestro ―contestó, con humildad―. Lo apreciaré y cuidaré mucho.

―Me alegra escuchar eso ―esbozó el maestro, con alegría―. Ahora pásala bien. Es tu fiesta. Ya luego podrás seguir con tu viaje.

El joven Hatanzo asintió y sonrió. Y la fiesta continuó hasta su fin.

Al día siguiente, Hatanzo dejó su pueblo en busca de una nueva aventura, esta vez, acompañado de un fiel y amistoso compañero.

Cinco años pasaron desde ese día.

Faltando poco para su vigesimoquinto cumpleaños, Hatanzo estaba en medio de su viaje de regreso al pueblo.

Había aprendido mucho. Su travesía por poblados y grandes ciudades de Japón hicieron evolucionar su habilidad con la espada y artes marciales, y se sentía preparado para regresar, esperando por fin recibir el reconocimiento del Gran Maestro.

De aquél cachorrito que lo acompañaba, ahora era un perro adulto, ágil y de buen tamaño. Hatanzo lo había entrenado bien. Le enseñó modales para no molestar a otras personas, y lo instruyó para que lo ayudara a cazar y a pelear. Además de que solía ser sobreprotector con su amo.

Cada vez que observaba a su mascota, Hatanzo recordaba con calidez y gratitud el buen gesto de su maestro, pues tenía razón. Desde que él lo acompañaba, dejó de sentirse solo; incluso se tomaba el tiempo para jugar un poco, algo que no hacía desde su niñez. Ya no frecuentaba los burdeles tanto como antes. Y cuando hablaba o le dirigía algunas palabras, parecía que su perro lo escuchaba. No era un perro común, o al menos no para él.

Cierto día, faltando solo un par de poblados para regresar a su pueblo natal, su perro se alejó de él y jugueteaba con las hojas y flores que caían de los árboles de cerezo en aquél otoño. Para él era entretenido ver a su fiel compañero jugar como si fuera un niño, cosa algo peculiar que conseguía entretenerlo y hacerlo sonreír.

Sin embargo, más grande fue la sorpresa del Samurái cuando de la nada su perro se lanzó al ataque, corriendo velozmente contra él, feroz y agitado, con una mirada agresiva y muchos deseos de morder.




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