Una Oportunidad Para Amar (lady Esperpento) Ar1

XXVIII

Duncan

Los cascos del caballo resonaban por el lugar solitario, el crujir de las ramas y hojas secas caídas en el suelo.

Los relinchos eran una sonata que se acompasaba con el lúgubre, desierto y tenebroso bosque.

Ese por el que su esposa, según los sirvientes había desaparecido con su mítica yegua a todo galope, sin dejar rastro ni esperar nada.

Situación que tenía a Duncan al borde de perder la razón.

A solo un mes de su unión, al parecer por aquella discusión, en la cual no se midió a la hora de expresarse al estar pensando en caliente, lo había abandonado.

Llevándose con ella todas las esperanzas de conservar su título, y no caer en la completa miseria.

No tenía por qué mentirse.

A él no le importaba el estúpido título, porque a ella era lo que más precisaba, y su pecho se comprimía de solo imaginar que posiblemente le había perdido.

Podía denotarse ante sus sirvientes como un ambicioso, que solo le importaba el titulo y por eso la razón de su preocupación, sin embargo, aunque sonase avaro era lo suficientemente rico sin el rotulo como para pensar en esa nimiedad, cuando ella estaba siendo en su mente la prioridad.

Debió escuchar, o en todo caso hacerse atender sin provocar una situación que se observaba difícil de remediar.

Ella se convirtió en su talón de Aquiles.

Le preocupaba, le atraía y había descubierto que si no la tenía cerca no era igual.

Se había acostumbrado a su presencia.

A su risa cantarina, a su voz melodiosa, a la luz que irradiaba llenando todo de una paz única, sintiéndola con más ahincó cuando era el foco y causante de su alegría.

Sus besos.

Esos inexpertos que lo dejaban sin aliento.

Su olor.

Sentirla rondando a su alrededor.

Era ella.

Solo ella la que le preocupaba que no volviera a aparecer, poniendo su existencia difícil de sobrellevar.

Pareciéndose mucho a la palabra, y el sentimiento que le generaba el verdadero hogar cuando su padre estaba con vida.

Aunque se apreciaba como uno más acogedor.

...

El cielo estrellado era el único que acompañaba su recorrido en búsqueda de ese tesoro de pirata.

En su luz en medio de la oscuridad terrenal.

Esa misma que esperaba no estuviese muy lejos, si había dejado a su doncella cuando bien que la apreciaba como a una más de su familia.

Aunque en ese par de horas transcurridas en campo abierto, estaba perdiendo de a poco las esperanzas.

Es que llanamente era un idiota.

Ella no tenía la culpa de que Archivald insistiera en fomentar unos sentimientos para nada recomendables.

Tampoco tenía la culpa de que el no pudiera explicar el motivo de su reunión con la que fue su amante, la que casi arruina el día de su unión.

Debió comunicárselo cuando tuvo la oportunidad porque ella le había otorgado la confianza de hablar con libertad, sin ser juzgado.

Solo sintió que... lo podría manejar sin verse amenazado con perderle.

Y ahora no sabía cómo remediarlo, ya que su oportunidad de tomar la primera opción la desperdició.

Y si no la encontraba tendría que vivir con las consecuencias de sus decisiones lamentándose por haberla arrastrado, cuando ella le brindó demasiadas opciones, y el continuaba ante sus ojos viéndose indeciso, forjándose como un mentiroso.

¿Qué demonios haría si no aparecía?

—¡ÁNGELES! — en medio del desespero por frenar sus deducciones ansiosas comenzó a llamarla a gritos, ya que después de otro rato vagando el pesimismo y la zozobra se apoderó de su cuerpo.

Estaba al borde de colapsar, pero no precisamente por el cansancio si no ahora por el miedo de que algún maleante pudiera haberle hecho algo.

Eran sus tierras, pero no por eso dejaban de ser peligrosas.

—¡RESPÓNDEME! ¡NO ME HAGAS ESTO! — nada.

Solo el sonido del eco en un bosque oscuro, que traía consigo el andar de roedores, y algunos animalillos sin importancia que lo llevaron a apretar la mandíbula conteniéndose para no gritar una maldición, que no solucionaría su deprimente realidad.

Nada tendiendo sentido, hasta que un relincho lo alarmó completamente llenando su pecho de esperanza, a la par de un miedo descomunal.

Era ella.

Tenía que serlo.

Debía estar bien.

Ella no dejaría a su yegua.

¿Entonces porque no contestó a su llamado?

Espolió el caballo cuando a su mente llegó lo peor.

No podía pasarle nada.

...

A todo galope un par de kilómetros más haya avistó a la yegua de la pelirroja reviviendo su órgano vital, pero de nuevo quedándose sin aliento cuando se ubicaba sola e inquieta.

Se bajó de su semental para llegar al animal.

—Mierda— gruñó con frustración al no verle alrededor— ¿Dónde está tu dueña? — preguntó al animal sabiendo que, aunque no le respondería este podía mostrarle el camino indicado si lo conocía.

Le tocó el lomo viéndose por primera vez dócil a su alrededor tranquilizando su actuar, tomándolo de la manga de su abrigo para jalarle, sin embargo, continuaba sin apreciarle.

Así que dejándose dirigir, tras amarrar a su semental continuó llamándola a gritos hasta que de lo lejos escuchó lo que fue el cantar de los ángeles para sus oídos.

Concibiendo así, como la vida le regresaba al cuerpo.

════  ═══

Angeles

—¿Que hice vida para que me cobraras tan caro el existir? —soltó en voz alta un poco exagerada, pero era el colmo de su desdicha.

Después de llegar al castillo, y llorar como una condenada a muerte más por rabia a la par de decepción, con Honoria conteniéndola como era de costumbre, apreció que el lugar la asfixiaba y necesitaba un poco de aire fresco.




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