Como ratas cuya madriguera se incendia, corríamos con pánico y premura por dar con un lugar seguro. Ese parqueadero subterráneo fue el único lugar que juzgamos adecuado. Tenía columnas muy anchas y sobre él reposaban dos pisos de apartamentos pequeños para estudiantes. Tras cuatro horas de llanto y desesperación, llegaron brigadas de rescate que nos guiaron a un refugio en la plazoleta de eventos de Corferias.
Era un espacio enorme con varios pabellones en los que se estaba improvisando un refugio para las víctimas. El lugar estaba repleto. Seguía siempre a quienes estaban frente a mí, pues no entendía ninguna instrucción. Nos guiaron primero al pabellón de atención médica. Con desesperación le indiqué al doctor que no podía oír. No sé si realmente salía voz de mi garganta o sólo sílabas incoherentes, pero mis gestos y mi incapacidad de responder a lo que fuera que él me comentaba debieron indicarle que algo estaba mal con mi audición. Examinó mis oídos y llamó a un asistente que me acompañó a una camilla. Me pasó un formato y subrayó los espacios en los que yo debía anotar los datos de mi familia e información de contacto. Sólo cuando tuve que anotar sus números telefónicos, me percaté de que no tenía mi celular. Realmente nunca me he aprendido un número telefónico diferente del mío. Miré preocupada al asistente y le hice un gesto de negación mientras indicaba con el dedo el espacio que no podía llenar. Me miró preocupado y se llevó el documento. Pasaron varios minutos y entendí que no volvería en un buen rato. Quise creer que si me dormía, al despertar nada de esto estaría pasando, despertaría en mi habitación y me diría que no me vuelvo a acostar sin haber comido antes. Quizá con suerte, si despertaba en ese horrible refugio, al menos despertaría con mi audición restaurada porque...era algo pasajero. Eso trataba de creer.
Cerca a la madrugada, sonó otra fuerte explosión.