La muerte me miraba dormir, creyendo que yo estaba muerta y al ver qué estaba viva se da cuenta de que no morí, totalmente defraudada y con un visible gesto de fastidio, encendía un cigarrillo suspirando levemente mientras se sentaba al borde de mi cama. Yo dormía plácidamente, descansando de todas las vicisitudes de este mundo, ¿y por qué no?, de la vida misma.
Al despertar y verla sentada allí como si nada, el susto es tal que casi hace que mi pobre corazón explote dentro de mi pecho, trato de alejarme lo más que puedo de ella refugiándome en los confines de mi cama, sentía en ese momento que era el único espacio seguro dentro de ese universo al cual yo llamaba mi habitación.
Al verme tan asustada. La muerte se acerca un poco más a mí, estira su delgada mano tratando de calmarme, acaricia mi cabello a la vez que me enseña una sonrisa muy tierna y amable.
Da una segunda y profunda pitada a su cigarrillo y entonces la oigo decirme.
—Perdóname, no fue mi intención asustarte…, confieso que es la primera vez que me equivoco de persona, no es a ti a quien he venido a buscar.
Aliviada y renacida de nuevo, el primer impulso que tengo ante esa maravillosa confesión es abrazar a la muerte con todas mis fuerzas. Ella se ruboriza ante mi efusiva reacción y un poco incómoda con ese abrazo, solo atina a palmear suavemente mi espalda.
Lamento esta pequeña confusión dice, mientras me aparta y se dirige a la puerta de mi habitación con la intención de salir de ella. Antes de que cruce el umbral de esa misma puerta, muy curiosa le pregunto.
—¿Si no es a mí a quien buscabas muerte?, ¿quién es entonces al que buscas?
Ella da una última calada a su cigarrillo consumiéndolo totalmente, luego voltea a verme y me responde con cierta melancolía…
—A tu hija Maribel, he venido a buscar a tu hija.