«Hoy el tiempo detiene su curso,
y en la profundidad de tus ojos descubre,
una chispa eterna que susurra mi nombre,
como si mi alma siempre te hubiera esperado».
Bajo el resplandor de la luna, que parecía envolverla en un halo etéreo, Silvia Rossi observaba con curiosidad a la joven gitana desde el otro lado de la plaza. Su rostro delicado y sus ojos color avellana, reflejaban el brillo plateado de la noche, mientras el viento movía caprichoso su cabello rubio ondulado que caía en suaves ondas hasta su cintura.
Parecía un querubín.
A su lado, Karla Rossi, su prima y mejor amiga, hablaba animadamente, pero Silvia apenas podía concentrarse en lo que le decía. Había algo en el aire, algo distinto esa noche, una energía enigmática y cautivadora que no podía ignorar.
Silvia sentía una atracción irresistible hacia el relato de la gitana, como si una fuerza invisible la atrapara en cada una de sus palabras. La mujer, de belleza exuberante y voz misteriosa y profunda, convertía cada frase en un sortilegio que parecía susurrado solo para Silvia, como si develara un secreto antiguo, reservado exclusivamente para sus oídos.
Las palabras de la gitana estaban llenas de símbolos y advertencias. Había en el relato una urgencia oculta, inexplicable, una sensación de que cada frase contenía fragmentos de algo mucho mayor y más oscuro.
De repente, la grácil romaní dio un giro impetuoso, y su silueta pareció mezclarse con el viento, que, como si tuviera vida propia, giraba en espirales perfectas a su alrededor y la envolvía en un abrazo invisible.
Silvia sintió un estremecimiento que le caló hasta los huesos. Una sensación intensa y fulminante, como si una energía poderosa la atravesara. Impulsada por una fuerza que no alcanzaba a comprender apartó la vista de la gitana y entonces, lo vio.
El tiempo se detuvo en ese preciso instante. Los sonidos de la plaza, el bullicio y la música, y hasta el misterioso susurro de las palabras de la gitana, se desvanecieron en el aire. Todo lo demás dejó de existir.
Solo era ella y Pablo Moretti.
El apellido resonó en su mente, cargado de viejas advertencias y rencores ancestrales. Lo había escuchado incontables veces en las conversaciones familiares, siempre envuelto en odio, resentimiento y rivalidad.
Los Moretti y los Rossi, enemigos por generaciones.
Sin embargo, en el instante en que sus miradas se cruzaron a través de la plaza, todo lo que había oído sobre él se volvió insignificante. Los ojos de Pablo, oscuros e intensos, parecían traspasar la multitud, fijándose en ella como si hubieran estado esperando ese momento.
Silvia sintió cómo su corazón se aceleraba. El aire se volvió denso de repente, y el espacio entre ellos era un imán que los atraía con una fuerza imposible de resistir.
Era incapaz de apartar la vista de sus ojos. Sabía quién era. El único heredero de la familia que había traído tanto dolor a los Rossi. Su madre le había advertido mil veces sobre los Moretti:
"Son peligrosos, manipuladores. No te acerques jamás a ellos".
Sin embargo, bajo la influencia lunar, todas las advertencias y odios heredados parecían lejanos e insignificantes.
—Silvia, ¿qué estás mirando? —preguntó Karla, frunciendo el ceño al seguir la dirección de su mirada.
Silvia apenas podía escucharla. Toda su atención estaba atrapada en Pablo. En esa mirada que la hacía sentir una conexión inexplicable. Como si él no fuera un Moretti y ella no fuera una Rossi.
Karla la observaba con suspicacia. Había captado enseguida hacia dónde se dirigía la atención de Silvia, y sus ojos se llenaron de inquietud y desaprobación.
—¿Por qué lo miras tanto, Silvia? —preguntó Karla, apretándole el brazo con más fuerza de la necesaria—. Ese es Pablo Moretti, lo sabes, ¿no? ¡La última persona que deberías mirar!
Pero Silvia no apartó la vista de Pablo. Sabía que Karla tenía razón, que las advertencias familiares y los rencores tenían una lógica incuestionable. Pero también sabía que, en ese instante, no había advertencia suficiente para frenar la poderosa atracción que sentía.
—¡Vámonos! —exigió Karla, tirando de su brazo con decisión —. No voy a permitir que…
Pero antes de que pudiera terminar, la gitana, ataviada con joyas que tintineaban suavemente con cada movimiento, apareció frente a ellas, como si se materializara de la nada. La sorpresa la dejó inmóvil, pero la expresión cálida de la joven mujer la tranquilizó.
—Buenas noches —saludó Silvia, intentando devolverle la sonrisa.
La gitana le regresó el saludo con una reverencia sutil y comenzó a girar en un movimiento elegante, como parte de una danza secreta. Sin que Silvia pudiera evitarlo, le tomó la mano, y con un movimiento experto deslizó en la muñeca de Silvia una delicada pulsera de oro blanco, de la que colgaban diminutos cuarzos de colores cristalinos y en el centro giraba un pequeño dije en forma de mariposa de zafiro azul que brillaba en la penumbra.
—Mientras la tengas contigo, el destino será un aliado en tu camino y su magia te protegerá de las sombras —murmuró la gitana con voz baja y misteriosa, y una sonrisa enigmática en los labios.
Antes de que Silvia pudiera reaccionar, la mujer se alejó, perdiéndose entre la multitud que comenzaba a dispersarse. La jovencita miró su muñeca, admirando la extraña, pero bellísima pulsera, preguntándose qué significaban las palabras de la gitana.
Sacudió la cabeza, intentando despejar la mente, y volvió a buscar con la vista a Pablo, pero él ya no estaba, una dolorosa punzada de desilusión le atravesó el pecho.
—Qué mujer más rara —comentó Karla, aún confundida por la actitud de la gitana—. Vamos, sigamos recorriendo la plaza. Ya casi es hora de que vengan por nosotras.
Editado: 25.11.2024