«Es como la marea que no entiende de orillas,
como el viento que arrastra mi ser al abismo de ti.
Es un querer que se multiplica,
que crece y se despliega a cada instante,
irresistible, sin control».
Silvia cerró la puerta de su alcoba con cuidado, sintiendo cómo un pequeño alivio comenzaba a calmar los nervios que habían dominado su regreso a la mansión Rossi. Se permitió una sonrisa de triunfo, convencida de que había logrado escaparse sin ser vista.
—¿De dónde vienes a esta hora? —La voz grave y tensa de Federico Rossi llenó la habitación como un trueno y la congeló en el lugar.
Silvia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Con un sobresalto, giró hacia él, tratando de mantener la compostura mientras su corazón latía con fuerza desbocada. Respiró profundamente, intentando aparentar tranquilidad, aunque por dentro su mente trabajaba a toda velocidad, buscando una respuesta convincente. Sabía que no podía decirle la verdad, no importaba cuánto insistiera ni cuán amenazante pareciera. Jamás revelaría dónde había estado ni con quién.
—Papá, yo estaba… —empezó a decir con firmeza, mientras cerraba los ojos para armarse de valor y buscaba una excusa convincente.
Antes de que pudiera continuar, la puerta se abrió de golpe y Karla entró en la habitación como una brisa tropical.
—Tío, ¿qué haces aquí? —preguntó su prima y su voz, ligera y despreocupada, fue como un salvavidas que rescató a Silvia de su aprieto.
Federico giró hacia su sobrina, visiblemente irritado por la interrupción.
—Estoy esperando a Silvia —respondió con dureza y clavó la mirada en su hija—. Todavía no me ha dicho de dónde viene a estas horas.
—Estábamos juntas en mi cuarto —intervino Karla con total naturalidad, encogiéndose de hombros como si fuera lo más evidente del mundo—. Lo mencioné en la cena, ¿no lo recuerdas? Silvia me está ayudando con mi proyecto de ciencias para la escuela. Ya sabes que ella es muy buena en esas cosas.
El rostro de Federico pareció relajarse un poco, aunque la tensión en su mandíbula no desapareció por completo.
—Es cierto, lo había olvidado —admitió con un tono menos frío.
—Sí, papi —añadió Silvia rápidamente, aprovechando el momento para reforzar la mentira mientras se acercaba a él con una dulce sonrisa—. Estaba con Karla. ¿Para qué me buscabas, papi? —preguntó, al tiempo que lo rodeaba con un abrazo afectuoso.
Federico suspiró, cediendo al gesto de su hija. Correspondió brevemente el abrazo antes de separarse y adoptar un aire solemne.
—Hace unas horas recibí, por fin, la llamada de mi primo, Giacomo Rossi —anunció, sin preámbulos. Las sonrisas de Silvia y Karla desaparecieron al instante, sustituidas por una tensión silenciosa—. Ya nos hemos puesto de acuerdo. En una semana, él y Roberto vendrán para pedir tu mano.
El silencio que siguió fue pesado, casi opresivo, sofocante. Karla fue la primera en reaccionar.
—¿Roberto? —exclamó, incapaz de ocultar su repulsión y evidente disgusto—. ¡Es un anciano! Y además… ¡es nuestro primo! Eso es repugnante, tío.
La expresión de Federico se endureció al instante y la reprendió con una mirada severa.
—Cuidado con tus palabras, Karla —le advirtió con un tono que no admitía réplica—. Y no le metas ideas en la cabeza a Silvia, o te mando de regreso a Vernazza con tus padres.
Karla retrocedió un paso y levantó las manos en señal de rendición intentando aplacar la tormenta que ella misma había desatado.
—Lo siento —murmuró nerviosa, con su habitual confianza reducida a un hilo de voz—. No fue mi intención.
Federico exhaló lentamente y continuó, no sin antes dirigirle una última mirada de advertencia a su sobrina.
—Roberto y ustedes dos son primos en cuarto grado, así que no hay problema —afirmó con aspereza—. Además, no es ningún anciano. Tiene 37 años.
Karla, visiblemente en desacuerdo, intentó intervenir de nuevo, esta vez en voz baja.
—Es muy viejo para Silvia. ¡Por Dios, tío! Le lleva veinte años.
—Sé perfectamente la edad que tiene mi hija —la interrumpió Federico, con los dientes apretados y clavándole una mirada que dejó claro que no toleraría más objeciones—. Ya hemos hablado de eso.
Se volvió hacia Silvia, quien hasta ese momento había permanecido en un silencio. La intensidad de su mirada parecía querer perforar la apariencia tranquila de su hija.
—Tenemos que proteger nuestra herencia y nuestro legado familiar —declaró Federico, con el tono frío y autoritario que reservaba para las decisiones importantes—. En nuestro negocio, es fundamental conservar el apellido. Eres mi única hija, Silvia, y mis nietos no pueden llevar otro apellido que no sea Rossi. ¿Lo entiendes?
Silvia bajó la cabeza lentamente. Sus manos, escondidas tras su falda, temblaban ligeramente, pero su voz salió firme, aunque desprovista de cualquier emoción.
Editado: 25.11.2024