«No hay razón, ni lógica que explique lo que somos.
Solo sé que tus labios están marcados por las huellas de un amor que desafía el universo,
y que mis manos, al tocarte, despiertan recuerdos donde ya éramos uno, donde ya nos pertenecíamos».
Desde esa noche, Silvia y Pablo continuaron encontrándose en el claro que se había convertido en su pequeño universo apartado del mundo. Allí, bajo la protección de la luna, la complicidad de las estrellas y el susurro de los árboles, el tiempo parecía moverse a su favor. Ella desarrolló una increíble habilidad para inventar excusas y desorientar a su familia, ignorando reglas y restricciones, y justificar su permanente somnolencia y los rastros de cansancio que empezaban a delatarla.
—No es normal que duermas tanto, Silvia —le recriminaba su madre preocupada, mientras la observaba bostezar por enésima vez durante el desayuno—. Debes tener anemia o algo parecido.
Silvia se limitaba a asentir, con convincente inocencia. Nunca confesaría las verdaderas razones. Por lo tanto, aceptaba sin protesta alguna los remedios caseros que su madre preparaba con esmero.
Primero, era el jugo de remolacha, zanahoria y naranja; luego, a media mañana, venía el de piña con perejil y, al final, por la tarde, el de espinacas, manzana y zanahoria que se convirtió en su favorito.
Cada sorbo era un pequeño sacrificio que hacía para mantener las apariencias, para calmar las sospechas de su madre. Mientras bebía, Silvia reprimía una sonrisa al recordar las noches en las que su cansancio tenía un origen mucho más dulce que cualquier carencia de hierro.
Por dentro, se decía que valía la pena cada pequeño engaño, cada mirada inquisitiva, cada sermón sobre el descanso y la salud. Todo eso era insignificante en comparación con las horas que pasaba con Pablo, horas que le daban vida, incluso si dejaban en su cuerpo el cansancio de un amor que vivía con intensidad.
En los brazos de Pablo encontró una libertad que nunca había conocido, un amor que desafiaba todo lo que le habían enseñado. Con él olvidaba la rigidez de su hogar, las expectativas opresivas de sus padres y las reglas y normas que pretendían definir su futuro.
Ya ni siquiera pensaba en las consecuencias, todo se le olvidaba cuando esos fuertes brazos la encerraban. Se entregaba sin pudor y sin reparos a ese hombre que, apasionado e insaciable, le hacía el amor con voracidad, sin reservas, con tantas ganas, conscientes de que cada noche juntos podía ser la última.
—Te amo, Silvia —le susurraba entre besos ardientes y jadeos entrecortados—. Eres solo mía. No dejaré que te aparten de mi lado.
Ella confiaba en esas palabras con una fe ciega, acostada sobre la hierba espesa de la colina, donde todo parecía posible. Las promesas de Pablo eran un bálsamo que la llenaba de valentía, suficiente para enfrentar a sus padres y cualquier obstáculo que intentara interponerse entre ellos.
—En dos días debo regresar a Inglaterra —le informó Pablo esa noche—. Aprovecharemos que mi padre piensa que viajaré y nos escaparemos juntos. Tengo el dinero suficiente para irnos muy lejos donde nadie impida que te ame, que estemos juntos. No me importa ese maldito compromiso que tienes con ese imbécil que tus padres te impusieron —gruñe con determinación—. Ya no me importan las reglas que me han impuesto, ni mucho menos lo que mi padre espera de mí. Solo quiero que estemos juntos, preciosa mía. Tú solo eres mía y te convertiré en mi esposa, quieran o no —manifestó convencido—. Así se me venga el mundo encima.
Sus palabras, firmes y cargadas de emoción, encendieron aún más el fuego que ardía entre ellos. Entró en ella con lentitud. Silvia lo recibió completamente humedecida y dispuesta. El grosor se ajustó en su interior, que se expandió y se amoldó como un guante de seda. El movimiento de sus caderas se sincronizó de inmediato. Pablo subía y bajaba con estocadas certeras que atinaban en ese punto exacto donde se concentraba su máximo placer.
Aquello era una abrumadora y exquisita locura, una embriagadora fiebre que se acrecentaba cada vez más dentro de ella, en el fondo de las entrañas, tensándola, enrollándose y desenrollándose, vibrando como una ola imparable que crecía dentro de ella, exigiendo liberación.
—Nos vemos mañana a esta misma hora —le susurró Pablo con ternura, rato después, cuando se despedían.
—Aquí estaré —prometió ella, emocionada.
—Trae solo lo estrictamente necesario. Nos iremos de aquí —selló su promesa con un beso profundo—. Estaremos juntos para siempre, preciosa mía. Te lo prometo.
Pero el destino, siempre impredecible y con un cruel sentido del humor, comenzaba a tejer sus hilos en torno a ellos, desdibujando sus sueños con una precisión despiadada. Lo que Silvia y Pablo consideraban un amor invencible, una conexión tan profunda que parecía desafiar las mismas reglas del universo, estaba a punto de ser puesto a prueba de una manera que ninguno de los dos había imaginado.
Una sombra invisible se cernía sobre sus planes. Los susurros del bosque parecían más inquietantes, y el viento, normalmente calmado, arrastraba un presagio que ninguno de los dos podía percibir en medio de su burbuja de amor y pasión desenfrenada.
Editado: 24.12.2024