«Quiero tocarte, quiero aferrarme, pero el destino, cruel, es un ladrón que nos arrebata
lo que nunca debió ser suyo.
¿Quién dictó este castigo?
¿Quién decidió que amar fuera un crimen por el que ahora pagamos con lágrimas?».
Silvia había dejado atrás la colina, donde se despidió de Pablo con un beso que aún le ardía en los labios, y ahora su mente estaba centrada en llegar sin ser vista a la mansión Rossi. El temor de ser descubierta era menor comparado con la alegría de haber estado con él y la ilusión de que, dentro de pocas horas, estarían juntos para siempre.
Se internó entre los árboles que cubrían el sendero hacia la mansión. Las ramas crujían bajo sus pies y el aire frío de la noche llenaba sus pulmones.
Cuando la mansión finalmente apareció a lo lejos, se detuvo en seco. El caos frente a la antigua edificación le aceleró el corazón. Las luces iluminaban el patio principal, donde un grupo de hombres armados con escopetas iban y venían, organizados en grupos, y en el centro de todo estaba su padre, Federico Rossi, dirigiendo la operación con esa voz implacable que siempre imponía respeto y temor. Su imponente figura resaltaba entre la confusión. Llevaba puesto su sombrero ladeado y las luces de los faros de las camionetas iluminaban su rostro adusto, destacando cada línea de cólera en su expresión.
Silvia permaneció inmóvil, escondida tras un árbol. Su respiración era entrecortada y el sudor frío le perlaba la frente. ¿Qué estaba ocurriendo? Finalmente, comprendió que quedarse ahí era peor, así que, reuniendo valor, dio unos pasos hacia adelante, con movimientos lentos y temerosos, con la absurda esperanza de no ser notada. No pasó mucho tiempo antes de que uno de los hombres armados la divisara. El hombre se inclinó hacia Federico y señaló en su dirección.
—Don Federico, es la señorita Silvia —anunció con voz tensa.
Este giró la cabeza con brusquedad y su expresión endurecida no dejó lugar a dudas: estaba furioso. Sin decir una palabra, se acercó rápidamente; Silvia apenas tuvo tiempo de abrir la boca cuando sintió la mano dura de su padre tomarla del brazo con fuerza.
—Ven conmigo —ordenó sin darle oportunidad de preguntar.
La llevó casi a rastras, ignorando sus nerviosas súplicas, hacia la entrada principal. Silvia intentó resistirse, pero el agarre de su padre era implacable.
—¿Qué está pasando? —preguntó Silvia, con la voz temblorosa, mientras trataba de acompasar su paso al de su padre.
Federico no respondió. La empujó hasta el vestíbulo, donde Agustina, su madre, se encontraba junto a Brunella, su abuela, solemne y severa como siempre. A su lado, dos antiguos empleados de confianza, el ama de llaves y el administrador, quienes eran esposos y habían servido a la familia durante décadas, observaban la escena con miradas nerviosas y expectantes.
Agustina tenía los ojos rojos e hinchados, como si hubiera estado llorando durante horas. Brunella, en cambio, lucía imponente a pesar de su avanzada edad, con la mirada cargada de un dolor que había aprendido a ocultar con dureza.
Federico arrojó a Silvia frente a Brunella y regresó al patio. Antes de que la jovencita pudiera reaccionar, la anciana levantó la mano y le dio una bofetada tan fuerte que Silvia perdió el equilibrio y cayó al suelo. El impacto fue tan brutal que le dejó un ardor intenso en la mejilla. Sintió cómo un hilo de sangre se deslizaba desde su labio roto y un sabor metálico llenó su boca. El dolor era punzante, pero más lo era la humillación. Aturdida, intentó levantarse, pero le faltaban fuerzas.
—¡Niña Silvia! —exclamó Carmina, el ama de llaves, que había observado todo con horror.
La hermosa señora, de poco más de cuarenta años de edad y de rostro dulce y gesto compasivo, corrió hacia ella y la ayudó a incorporarse. Silvia se abrazó a Carmina, buscando consuelo, y se refugió en sus brazos, mientras lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas. Confundida y aterrada, buscaba respuestas en los rostros de los presentes.
—¿Por qué me desobedeciste, Silvia? —reprochó Agustina, con la voz quebrada. Las lágrimas caían por sus mejillas mientras miraba a su hija con dolor y desesperación—. No debiste hacerlo. ¡Te lo advertí! Mira lo que has provocado.
Agustina señaló hacia las camionetas que estaban estacionadas frente a la casa. Federico subía a una de ellas, junto a más de diez hombres armados con escopetas que parecían dispuestos a todo. Silvia sintió un nudo en el estómago. No entendía qué estaba ocurriendo, pero la gravedad de la situación era innegable.
Brunella, que permanecía con una postura rígida, avanzó hacia ella, la tomó del brazo con tanta fuerza que le causó dolor; tiró de ella hacia sí y la obligó a mirarla.
—Por más de sesenta años, los Rossi y los Moretti no han cruzado sus caminos, niña insensata —dijo con voz helada, temible. Aunque su tono era severo, sus ojos delataban un miedo antiguo, profundo—. Y eso tiene una razón.
Silvia temblaba. Las palabras de su abuela solo la llenaban de confusión, Su mente era un torbellino de preguntas y temores. Sin embargo, todo apuntaba a que la habían descubierto. El caos que la rodeaba, la furia de su padre, las lágrimas de su madre, los hombres armados, las miradas acusatorias… todo indicaba que ya sabían de sus encuentros clandestinos con Pablo Moretti.
Editado: 16.01.2025