Erick Thompson
El sonido del despertador me arranca el sueño. Con los ojos aún cerrados, extiendo una mano y lo apago de un golpe. Por un instante, me permito quedarme inmóvil, aferrándome a la sensación de aquel sueño que se me escapa como arena entre los dedos. No lo recuerdo del todo, solo sé que en él había paz.
Abro los ojos. La oscuridad sigue reinando tras las cortinas gruesas, pero el reloj en la mesita de noche confirma lo que ya sé: las cinco en punto de la mañana. Como cada día, la rutina me espera.
Me levanto con un suspiro pesado y camino descalzo hasta el gran ventanal de mi pent-house. Corro las cortinas y dejo que la tenue luz de la ciudad dormida se filtre en la habitación. Desde aquí, todo parece tranquilo. La avenida principal se extiende como una arteria iluminada por los faros de unos pocos autos que aún transitan. En la distancia, los rascacielos se alzan majestuosos, sus ventanas reflejando las luces parpadeantes de la ciudad.
Cruzo el pasillo en silencio y abro con cuidado la puerta del cuarto de Anhne.
La luz tenue de su lámpara nocturna baña la habitación en un resplandor cálido. Mi hija duerme profundamente, con su pequeño cuerpo enredado entre las sábanas. Su rostro está relajado, su respiración pausada y rítmica. Abraza con fuerza a su oso de peluche, como si en sus sueños encontrara la seguridad que yo no siempre puedo darle despierta.
Me quedo ahí, en el umbral, observándola.
Por un momento, el tiempo parece detenerse. La sombra de la culpa se desliza por mi espalda como un peso frío e incómodo. Me pregunto, como tantas otras veces, si algún día entenderá quién soy realmente. Si cuando crezca podrá mirar más allá de los titulares, de los rumores.
Me acerco a su cama y le acomodo un mechón de cabello con la punta de los dedos.
—Te amo, princesa —susurro, aunque sé que no me escucha.
Salgo del cuarto en silencio y me preparo para el día.
A las siete en punto, mi auto se detiene frente al edificio principal de mi empresa. El rascacielos de cristal y acero se alza imponente contra el cielo grisáceo de la mañana, reflejando el sol que empieza a asomarse entre las nubes. Para la mayoría, este lugar representa innovación y éxito. Para mí, es la fachada impecable que oculta los cimientos de un imperio construido sobre estrategias calculadas y silenciosas eliminaciones de obstáculos.
El chofer abre la puerta y bajo con pasos firmes. En cuanto entro al vestíbulo, el murmullo de los empleados disminuye casi de inmediato. No necesito alzar la voz ni imponer mi presencia con palabras. Ellos saben quién soy y qué represento. Algunos desvían la mirada con discreción; otros inclinan levemente la cabeza en señal de respeto.
El ascensor privado me espera. Pulso el botón del último piso y me recargo contra la pared de acero inoxidable mientras las puertas se cierran. El trayecto es breve, suficiente para repasar mentalmente el día que tengo por delante.
Cuando las puertas se abren, Marco ya está esperándome en la entrada de mi oficina. Como siempre, viste su chaqueta de cuero negro y mantiene esa expresión impenetrable que lo caracteriza.
—La junta del comité directivo es en diez minutos —informa sin preámbulos—. Luego tienes un almuerzo con inversores y una videollamada con los proveedores de Hong Kong.
Me detengo frente a él y lo miro con atención. —Y el otro asunto…
Marco mantiene la mirada firme. —Manejado. Sin cabos sueltos.
Asiento sin necesidad de más explicaciones. Marco nunca falla.
Camino hacia la sala de juntas, donde los miembros del comité directivo ya me esperan. Hombres de negocios con trajes impecables y rostros tensos. Son tiburones en su propia liga, pero aquí todos saben quién es el depredador más grande.
—Señores —digo con voz firme mientras tomo asiento—. Empecemos.
Donovan Martínez, el director financiero, es un hombre de unos cincuenta años, con gafas delgadas y un traje gris siempre impecable. Organizado, meticuloso y obsesionado con los números. Tose ligeramente antes de hablar.
—Empecemos con los informes del trimestre —dice, hojeando una carpeta—. El sector inmobiliario ha tenido un crecimiento del 12%. La estrategia de adquisición de terrenos en expansión ha dado frutos. Sin embargo, el sector tecnológico enfrenta algunas dificultades debido a regulaciones más estrictas en la importación de software y hardware.
Levanto la mirada y fijo mis ojos en él.
—¿Qué tan estrictas?
Antes de que Martínez pueda responder, interviene Chasse Sandoval, el jefe de innovación. Un hombre en sus cuarentas, delgado, con un porte nervioso pero brillante en su trabajo.
—Bastante, señor. El gobierno ha implementado nuevas normativas que nos exigen certificaciones adicionales. Sin ellas, no podremos avanzar con los proyectos previstos para el siguiente trimestre.
Me recargo en la silla, observándolo con atención.
—¿Cuánto retraso estamos viendo?
Sandoval traga saliva. No porque le intimide mi pregunta, sino porque sabe que la respuesta no me gustará.
—Mínimo seis meses, a menos que podamos conseguir una excepción.
La sala se sume en un breve silencio. Seis meses es demasiado tiempo.
—Hablen con nuestros abogados —digo al fin—. Y contacten a las personas adecuadas en el ministerio. Hay maneras de hacer que los procesos avancen más rápido sin que nadie haga preguntas.
Sandoval asiente con rapidez y anota algo en su libreta.
A mi derecha, Isabell Ferrer, la directora de relaciones públicas, interviene. Es una mujer de unos veinticinco años, cabello negro recogido en un moño perfecto y un traje beige que refuerza su imagen de profesionalismo impecable.
—Señor, también hay algo importante que mencionar sobre nuestra imagen corporativa. Ha habido un par de artículos cuestionando la rapidez con la que cerramos ciertos tratos. Nada grave, pero la prensa está empezando a hacer preguntas.