Una promesa de amor

CAPÍTULO 7: OPORTUNIDADES

Anabell Jones

Subí al último piso sin pausa. No tenía tiempo para reflexionar sobre lo que había sucedido con Erick. Había otra conversación que debía afrontar. Al salir del ascensor, un pasillo largo y silencioso me condujo hasta la oficina principal. Dos puertas de madera maciza se alzaban imponentes ante mí. Tomé aire y empujé sin anunciarme.

Mi padre estaba de espaldas, mirando por el ventanal, con un vaso en la mano. Se giró lentamente al escucharme entrar y suspiró, como si ya supiera por qué estaba allí.

—No esperaba verte tan pronto —dijo con voz cansada.

—Teníamos que hablar —respondí, cerrando la puerta tras de mí.

Se quedó en silencio un momento antes de caminar hacia su escritorio y dejar el vaso sobre la madera pulida. Sus ojos me recorrieron con una mezcla de orgullo y preocupación.

—No quiero que lo hagas, Anabell.

No lo dijo con dureza ni con imposición, sino con el dolor de un padre que teme perder a su hija. Pero ya no era una niña, y él debía entenderlo.

—No tienes opción —repliqué, cruzando los brazos—. Andrew casi muere. Adriel ha estado a cargo durante años y aun así pasó esto.

Su mandíbula se tensó.

—Adriel ha hecho lo mejor que ha podido.

—Y no ha sido suficiente.

Mis palabras resonaron en la habitación, llenas de la impotencia que sentía. Miré a mi padre, tratando de entender lo que pasaba por su mente. La confusión era palpable en mí. ¿Cómo es posible que después de todo lo que pasó, después de que él mismo me preparara para tomar el puesto, ahora me lo negara?

—No entiendo, papá —dije, el tono de mi voz quebrándose ligeramente—. Hace años querías que tomara el puesto. Querías que fuera la heredera, que asumiera tu legado. ¿Y ahora? ¿Por qué no?

Él permaneció en silencio unos segundos, pero el dolor en sus ojos fue suficiente respuesta.

—No entendía entonces lo que estaba en juego, Anabell. Yo nunca quise que tomaras ese puesto. No lo quise para ti, y aún no lo quiero.

—Pero me obligaste —dije, casi sin quererlo, una acusación en mi voz—. Me obligaste después del secuestro. Después de que Keiran... de que Keiran muriera.

El aire en la habitación cambió. De repente, no estábamos allí, sino en aquel lugar oscuro y húmedo donde pasamos días sin saber si saldríamos con vida. Sentí el frío de las cadenas en mis muñecas, el olor a metal oxidado y el miedo opresivo que nos rodeaba. Vi a Keiran, con el rostro ensangrentado, tratando de sonreírme a pesar de todo. Mi padre había movido cielo y tierra para encontrarnos, pero cuando lo hizo, yo ya no era la misma.

Sacudí la cabeza, volviendo al presente.

—Me dejaste sola, me lanzaste a ese mundo sin piedad… ¿Por qué ahora me niegas lo que hace años me cediste?

Mi padre se giró lentamente, sus ojos fijos en los míos, y lo vi por primera vez vulnerable. Se acercó a mí y dejó caer sus hombros, como si el peso de todo lo que había callado finalmente lo hubiera alcanzado.

—Yo no sabía lo que estaba en juego. En ese tiempo te empujé hacia esto sin preguntarte si querías realmente ser parte de esto. Te forzamos a ser la heredera, porque había algo en ti, sabía que tenías la capacidad de hacerlo.

Sus ojos brillaron con furia, pero también con algo más profundo: miedo. No a mí, sino a lo que mi decisión significaba.

— Pensé que al hacerlo te estaba protegiendo, que, si tomabas el poder, nunca te perdería. Pero me equivoqué. —murmuró, y supe que el peso de los recuerdos estaba cayendo sobre él tanto como sobre mí.

—Ya no soy esa niña. No puedes protegerme de todo.

—Ahorita no quiero protegerte —corrigió—. Quiero evitar que te conviertas en algo que no puedas deshacer.

Mi padre suspiró y caminó hasta su bar, sirviéndose otro trago. Se quedó un momento en silencio, con la mirada fija en el líquido ámbar, como si allí pudiera encontrar las respuestas que necesitaba.

—Cuando te encontré luego de años… —dijo en voz baja—. Estabas diferente, habías cambiado. Quise alejarte de todo esto, dejar que vivieras una vida distinta. Pero aún así volviste. Aún así sigues aquí.

—Porque no hay otro lugar para mí —respondí, acercándome—. No me pidan que me aleje, porque no lo haré.

Mi padre se giró hacia mí, observándome con una mezcla de tristeza y resignación. Nos miramos en silencio. Él sabía que no iba a ceder, pero yo también entendía que no me lo pondría fácil. Entonces, con un suspiro resignado, dijo lo que realmente pensaba:

—Si quieres ser la heredera, vas a tener que ganártelo. No solo con palabras, sino con hechos. Quiero ver si realmente eres capaz de sostener el peso de este mundo sobre tus hombros.

—Lo haré —afirmé sin dudar.

Su expresión se endureció, pero en el fondo, vi un destello de algo que no esperaba: orgullo. No porque quisiera verme en ese lugar, sino porque entendía que, al final, yo era su hija. Y en este juego, solo los más fuertes sobreviven.

—No me malinterpretes, Anabell —continuó—. No voy a facilitarte el camino. No quiero que pienses que puedes simplemente reclamar lo que es tuyo sin demostrar que lo mereces. La sangre no es suficiente. Tendrás que demostrarlo ante todos, incluso ante mí.

—Lo sé —dije con firmeza—. No espero que me lo regales, solo que no me lo niegues.

Con un leve asentimiento, aceptó lo inevitable.

—Entonces prepárate, Anabell. Porque esto no es solo poder. Es guerra. Y quiero ver si realmente puedes ganar la tuya.

La puerta se abrió de golpe y Adriel entró con pasos firmes. Su mirada pasó de nuestro padre a mí, su expresión endureciéndose al instante. Cerró la puerta tras de sí con más fuerza de la necesaria y avanzó un par de pasos antes de detenerse.

—Sabía que vendrías —soltó con frialdad—. ¿Qué estás haciendo aquí, Anabell?

Su tono estaba cargado de reproche, pero también de algo más profundo, algo que no me molesté en identificar.

—Lo que debí haber hecho hace mucho tiempo —respondí, manteniendo la cabeza en alto




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.