Erick Thompson
La puerta del ascensor se cerró detrás de mí con un leve clic, pero el sonido volvió a mi cabeza como una maldita campana. Caminé sin prisa por el pasillo principal, con la mirada fija al frente, aunque por dentro todo en mí estaba desordenado. ¿Cómo demonios era posible que una simple conversación, un cruce de palabras con ella, lograra revolverme de esa forma?
No la veía desde hacía años, y, aun así, verla de nuevo fue como si el tiempo no hubiera pasado. Aunque sí lo había hecho. Y jodidamente bien. Ella ya no era la adolescente impulsiva que trepaba techos, ni la chica de ojos llenos de fuego que gritaba en medio de los eventos familiares. Ahora era una mujer. Una que sabía ocultar su caos tras una fachada de hielo, una que había aprendido a controlar el temblor en sus labios, aunque sus ojos aún hablaran más de lo que debería permitir.
Y ahí estaba yo, como un imbécil, reviviendo todo lo que pensé haber enterrado.
No debí provocarla. Pero lo hice. Porque soy un experto en empujar límites, sobre todo los suyos. Siempre lo fui. Algo en mí necesitaba comprobar si todavía podía sacar esa chispa, si aún era capaz de colarme bajo su piel, de desatar la tormenta que tanto amaba observar.
Cuando la llamé por ese apodo, vi cómo sus pupilas se dilataban apenas un segundo, como si sus recuerdos se desbordaran de golpe. Eso bastó. Fue suficiente para saber que, a pesar de su gesto firme, no me había olvidado. Nadie olvida un caos como el nuestro.
Caminé hasta la sala de juntas del piso, aún con el sabor de su presencia en el aire. Me odiaba por lo que sentía, y al mismo tiempo, me odiaba por necesitarlo.
Abrí la puerta de cristal sin anunciarme. Adriel estaba de pie junto a la pantalla interactiva, con los planos de construcción proyectados sobre la mesa digital. Llevaba un traje gris claro, perfectamente entallado, con esa expresión neutral que había perfeccionado con los años. Siempre parecía un político más que un empresario.
—Thompson —dijo sin siquiera fingir sorpresa, apenas girando el rostro hacia mí—. Justo a tiempo.
Asentí y me acerqué a la mesa. Me forcé a centrarme en los datos, en las proyecciones, en los metros cuadrados, en las ubicaciones de los terrenos... cualquier cosa que no fuera el recuerdo de Anabell.
—¿Terrenos al norte de Holloway? —pregunté, señalando uno de los puntos del plano.
Adriel asistió.
—Exacto. Hay tres propuestas de desarrollo residencial. Y una más arriesgada: un centro comercial de alto perfil. El consejo de accionistas está dividido, pero tú tienes suficiente peso para inclinar la balanza.
Lo observé en silencio. Él era más frío que Andrew, menos impulsivo que Keiran había sido, y diez veces más difícil de leer que cualquier miembro de su familia. Pero si algo sabía, era que Adriel no hacía nada sin un propósito. Y si me había citado a esta reunión, no era solo por mi opinión profesional.
—Y tú, ¿qué prefieres? —pregunté.
—Lo que deje más rédito. Pero también, lo que fortalezca nuestra imagen como consorcio de innovación —respondió con calma, como si tuviera la respuesta ensayada—. No me interesa construir más casas vacías. Quiero que nos recuerden como los que transformaron esa zona.
Interesante.
Me incliné hacia el proyector y recorrí con los dedos el trazado digital de una de las propuestas. El sistema reaccionó con precisión, ampliando la propuesta del área residencial, revelando los renders en 3D de los complejos.
—Esto funcionaría —dije—. Pero solo si logras que el gobierno apruebe la nueva línea de transporte público hasta aquí. Sin eso, el proyecto es un suicidio financiero.
Adriel ascendió con un leve movimiento de cabeza, como si ya lo supiera.
—Estamos en negociaciones. Pero tu participación en este proyecto ayudaría.
Allí estaba. El verdadero motivo de esta reunión. No era mi opinión. Era mi nombre. Mi presencia. Lo que podía generar en términos de confianza para los inversores.
— ¿Quieres que ponga mi firma? —pregunté, sin rodeos.
Adriel me miró directamente. Por un segundo, me pareció ver algo más en sus ojos. Un destello de lo que había detrás de la fachada. Quizás una sombra. O una advertencia.
—Quiero que seas parte del proyecto desde el principio. Necesitamos crear una imagen de cohesión. Los Thompson y los Jones trabajando juntos.
Sonreí con una ironía que no pude evitar.
—Una linda postal para los medios. Una familia feliz, ¿no?
—Una empresa sólida —corrigió Adriel, sin perder el tono—. Eso es lo que importa.
No dije nada. Tomé asiento frente a él y pasé una mano por la nuca, intentando sacudirme la tensión que aún se aferraba a mis hombros. El ascensor. Su voz. Maldita.
—¿Sabes que me crucé con tu hermana hace unos minutos? —solté, como quien lanza un anzuelo al agua.
Adriel levantó la mirada, sus ojos ahora más atentos.
—Lo supuse. Llegó hace poco.
—¿Así que volvió para quedarse?
—Volvió por asuntos familiares —respondió, sin ofrecer más detalles.
Pero había algo en su tono que me hizo sospechar. Sabía más de lo que decía. Claro que sí. Siempre lo sabía.
—No parecía muy contenta de verme —comentó, con una sonrisa torcida.
Adriel dejó la tableta sobre la mesa y se recostó en la silla.
—No te tomes nada personal, Erick. Anabell ha cambiado.
Un silencio incómodo se extiende entre los dos. No había hostilidad, pero sí algo más profundo. Un reconocimiento mutuo de que ambos jugábamos un juego donde cada movimiento contaba.
—Mira —dijo finalmente—, si vas a formar parte de esto, necesito saber que estás completamente comprometido. Sin distracciones.
Lo miré fijo. Durante años había sido su aliado ocasional, su competencia, y también su enemigo velado. Tomó una carpeta y la deslizó hacia mí. —Este es el resumen de inversión y las fechas clave. Léelo. Si sigues interesado, firmamos la próxima semana.