Anabell Jones
Llegar temprano no fue intencional. Me desperté antes de que sonara el despertador, con la mente girando en torno a planos y estructuras. Me vestí con calma, repasando mentalmente lo que diría, lo que evitaría decir y lo que aún no sabía cómo enfrentar.
Era un día gris en Londres. Ideal para empezar algo nuevo. O al menos, para fingir que lo era.
El edificio de la empresa se alzaba elegante sobre una de las zonas más codiciadas del centro. Moderno, sobrio, con esas líneas limpias que tanto le gustaban a él. Con acero, concreto pulido y paneles de vidrio que reflejaban un cielo apagado. Al verlo, cualquiera podía adivinar quién era el dueño: Aaron Jones, perfeccionista hasta en la forma en que se alineaban las lasas en la entrada. A veces pensaba que lo único que no podía controlar… era a mí.
El guardia de seguridad me saludó con una mezcla de nervios y cortesía—sabía quién era, todos allí lo sabían—y me ofreció acompañarme hasta el quinto piso. El ascensor subía con un zumbido suave, y mi reflejo en las paredes metálicas me devolvía una versión de mí misma que no terminaba de reconocer.
Las puertas se abrieron. Lo primero que sentí fue ese típico silencio de oficina cara. Los pasos amortiguados por alfombras grises, las voces en murmullos, el clic-clac de teclados, el aroma tenue un café recién hecho.
Una mujer de unos cincuenta años caminaba hacia mí con seguridad. De estatura media, delgada, con el cabello castaño claro recogido en un moño perfecto. Llevaba gafas de montura delgada y un conjunto de sastre beige impecable. Su nombre era Marlene.
—Buenos días, señorita Jones —dijo con voz firme pero cordial—. Soy Marlene, la asistente de dirección. Su padre la está esperando en su oficina.
La seguida por un pasillo flanqueado por paredes decoradas con planos, fotografías de obras terminadas y bocetos firmados. Me detuve frente a uno de ellos: era mío. Un diseño de la universidad, reconocible por la línea curva superior. Me congelé un momento. El gesto me tocó más de lo que quise admitir.
Su oficina estaba al final del pasillo. Madera oscura, acero, vidrio. Todo perfectamente ordenado. Mi padre estaba de pie junto al ventanal, como una figura tallada en silencio. Traje gris oscuro, camisa blanca sin corbata. Su presencia, como siempre, llenaba la habitación.
—Llegaste temprano —dijo sin volverse.
—No dormí bien —respondí, cruzándome de brazos.
Se giró lentamente. Sus ojos azules eran como el clima afuera: fríos, pero con tormentas escondidas. Aarón Jones no era un hombre emocional. Era estructura, lógica, precisión.
—Ven. Quiero mostrarte algo.
Salimos y caminamos por otro pasillo. Cuando se detuvo, me di cuenta de que estábamos frente a una puerta de vidrio esmerilado. La empujó suavemente y me dejó entrar primero.
Una oficina.
El espacio era amplio, moderno. Un ventanal enorme dejaba entrar la luz apagada de la mañana londinense. La mesa de trabajo era robusta, con una superficie de concreto pulido. Estanterías altas llenas de catálogos, materiales, maquetas. Un tablero de corcho vacío y otro blanco con notas escritas a mano. Me acerqué.
—Aquí es donde quiero que empieces. No quiero que seas solo mi hija. Quiero que trabajes, diseñes, lidies con clientes, pelees con proveedores si hace falta —me miró con seriedad.
Asentí. Por primera vez en semanas, sentí que podía respirar.
—¿Y el equipo?
—Voy a presentártelos.
Bajamos al tercer piso. El espacio era más abierto, lleno de estaciones de trabajo compartidas, con pantallas grandes, bocetos y prototipos de cartón repartidos por todos lados. El ambiente era dinámico, creativo. Las iban conversaciones desde materiales sostenibles hasta detalles de cimentación.
—Les presento a la arquitecta Anabell Jones. Desde hoy trabajará con nosotros en el equipo de proyectos estratégicos.
Todos se giraron. Algunos sonrieron con cortesía, otros con curiosidad. Sabían quién era. Sabían mi apellido. Pero no sabían aún quién era yo como arquitecta.
—Anabell, este es Marcus Duvall. Es uno de nuestros diseñadores senior. Trabajará contigo en el centro cultural de Hackney.
Marcus era alto, delgado, con barba corta y gafas de pasta negra. Tenía algo de artista bohemio en su estilo: camisa con las mangas remangadas, jeans oscuros y un lápiz detrás de la oreja.
—Se han dicho muchas cosas de ti —me dijo.
—Espero que cosas buenas.
—Hoy lo comprobaremos
Me entregó un plano enrollado.
—Papá dice que querías hacer algo diferente —le dije, desplegándolo.
—Lo necesita. El cliente quiere algo moderno pero cálido. Lo que tenemos es... digamos que genérico. Seguro a ti ya se te ocurrieron un par de ideas.
Sonreí. Claro que sí.
En cuanto me senté en la gran mesa de trabajo, papá se fue dejándome con Marcus y su equipo a mi alrededor. La conversación fluyó con facilidad. Los detalles, las decisiones, los pequeños conflictos creativos. Me gustaba ese ritmo. Era como una música que había olvidado cuánto me gustaba escuchar.
Horas después, subí de nuevo a mi oficina. El despacho estaba en silencio, salvo por la lluvia suave golpeando el cristal. Me incorporé en la silla, observando el diseño desde una nueva perspectiva. Marcus tenía razón: el proyecto necesitaba alma. El concepto original estaba bien… pero era predecible. Como si le faltara un latido.
Cinco minutos después, alguien llamó suavemente a la puerta.
—Pasa —dije.
Era Marcus. Con dos cafés.
—No confió en el de la máquina del pasillo —explicó—. Traje esto de la cafetería de la esquina. Dicen que un buen diseño empieza con buena cafeína.
—Y ¿qué pasa si el diseño es malo? —pregunté, aceptando el vaso de cartón con una sonrisa cansada.
—Culpamos al barista, por supuesto.
Nos reímos. Era fácil hablar con él. Tenía esa energía relajada de quien lleva años en el medio, que ya ha tenido suficiente estrés como para saber cuándo tomarse las cosas con calma. Se sentó frente a mí, sin permiso, pero con naturalidad.