Anabell Jones
El sonido repetido del despertador me perforaba los oídos, pero no hice el mínimo esfuerzo por apagarlo de inmediato. Era como si la alarma fuera una advertencia diaria de que debía seguir, me gustara o no. Me revolví en las sábanas un momento antes de sentarme al borde de la cama. Afuera, el sol apenas comenzaba a colarse por las cortinas, pero la ciudad ya rugía como siempre.
Me arrastré al baño y dejé que el agua fría me devolviera a la realidad. Me lavé la cara con fuerza, como si pudiera borrar el cansancio acumulado en mis huesos. Frente al espejo, me reconocí el cabello en una coleta alta. Pantalón negro, blusa blanca sin mangas, tacones discretos. Arreglo rápido, impecable. Arma silenciosa para otro día en el campo de batalla.
Estaba cruzando el pasillo hacia la puerta de la casa cuando la voz de mi madre me detuvo en seco:
—¡Anabell! ¡Ni siquiera te sentaste a desayunar! —gritó desde la cocina con el mismo tono autoritario de siempre.
Cerré los ojos con paciencia. Conté hasta tres antes de girarme.
—No tengo hambre, mamá. Además, voy tarde —le respondí, cruzando los brazos.
— ¿Otra vez? Estás jugando con fuego. No puedes ir por la vida sin alimentar tu cuerpo —siguió, asomándose desde la puerta de la cocina con el delantal aún puesto.
Negué con la cabeza, sin decir nada. La imagen de su expresión —la mezcla entre preocupación y frustración— me tocó más de lo esperado. Porque era la misma cara que ponía Deina cuando me veía salir apurada por las mañanas, con nada más que un café en la mano.
“¿Así piensas conquistar el mundo? ¿Con el estómago vacío y un mal humor que podría matar a cualquiera?”
Una débil sonrisa se me escapó antes de que pudiera evitarlo. Deina. Siempre en mi cabeza. Maldita sea, cuanto la extrañaba.
Bajé las escaleras sin decir más. En la cocina, había pan recién horneado, frutas cortadas, jugo fresco... todo lo que alguna vez disfruté sin pensar. Pero el apetito se había convertido en un lujo innecesario. Cerré la puerta con suavidad. No quería preocupar más a mi madre, aunque sabía que lo hacía igual.
El trayecto hacia la empresa fue rápido. El tráfico no me molestaba tanto como antes. Tal vez porque mi mente estaba demasiado ocupada en no pensar en las cosas que quería evitar.
Al llegar, el edificio ya respiraba vida propia. Empleados cruzaban de un lado a otro, los teléfonos sonaban, los elevadores subían y bajaban con ritmo constante. Me dirigí directo al despacho de mi padre. Él estaba ahí, sentado detrás de su escritorio de madera oscura, revisando unos documentos con su eterna expresión severa. No alzó la vista hasta que estuve de pie frente a él.
—Buenos días —dijo, sin cambiar el tono.
—Buenos días, papá —respondí, cruzando los brazos mientras lo observaba con atención.
Dejó los papeles a un lado y se quitó los lentes, apoyándolos con cuidado sobre la mesa.
—Hoy no vas a trabajar —soltó de pronto.
Fruncí el Ceño. —¿Perdón?
—Te he dado el día libre —repitió, ahora mirándome directamente a los ojos.
—¿Por qué? ¿Pasó algo?
—Sí —respondió, aunque no con alarma—. Tienes una visita esperándote en tu oficina. Quiero que te tomes el día para ponerte al corriente con él. Lo vas a necesitar.
Me quedé en silencio. El ceño aún fruncido. —¿Quién? —pregunté finalmente.
Mi padre se levantó de su silla, caminó hasta mí y puso una mano firme sobre mi hombro. Su voz fue más baja, casi solemne:
—Ve y descúbrelo. Pero te advierto algo, Anabell: no es una visita para sentimentalismos. Él ha venido a cumplir una tarea. Eres parte de esta organización, y aquí nadie está por encima del proceso. Ni siquiera tú.
Tragué saliva. —Me estás diciendo que...?
Asintió con lentitud.
—Si. Él va a entrenarte. Como a todos. Si quieres tu lugar, tendrás que ganártelo.
Me quedé ahí por unos segundos, con el pulso alterado. El corazón golpeando despacio, pero con fuerza. Sin decir una palabra más, salí de la oficina y caminé hacia la mía. Y entonces lo vi.
Estaba de espaldas, observando por la ventana, con las manos cruzadas detrás. El mismo porte erguido. El mismo aire de autoridad tranquila que recordaba. No necesitaba que se diera vuelta para saber quién era.
Se giró despacio. Y ahí estaba: la misma mirada firme, la misma sonrisa apenas dibujada. Un poco más canoso, sí. Un poco más marcado por el tiempo. Pero él.
—Hola, pequeña —dijo, con la voz grave que siempre lograba calmarme.
Corrí hacia él sin pensarlo. Me lancé a sus brazos como si los años no hubieran pasado. Y él me sostuvo como siempre. Con fuerza. Con cariño. Como si nada en el mundo pudiera hacerme daño mientras él estuviera ahí.
— ¿Cuándo volviste? —pregunté con un nudo en la garganta.
—Anoche aterrice aquí —respondió con serenidad—. Me supieron informar que vas a luchar por tu puesto, por eso estoy aquí, voy a volverte digna de él.
Lo solté apenas un poco, para mirarlo bien a los ojos.
—¿Vas a entrenarme? —Asintió.
—Pero no como tu guardián. No como el que te enseñaba a lanzar un puñetazo en el patio trasero. Esta vez, voy a entrenarte como entreno a cualquiera en la organización. Con rigor. Con exigencia. Como debe ser.
Me costó un segundo respondedor. Parte de mí se encogía con la idea. La otra... la otra lo necesitaba. Más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Está bien —dije, al fin—. No quiero trato especial.
Derian alzó una ceja, con esa sonrisa ladeada tan suya.
—Me alegra que lo digas. Porque no lo ibas a tener.
Nos miramos un momento más. En silencio. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba lista. O al menos, dispuesta a intentarlo.
Porque si algo me enseñó este camino, es que no se trata de no tener miedo. Se trata de caminar con él.
Salimos juntos del edificio, sin decir mucho más. Derian caminaba a mi lado con la misma energía contenida de siempre, como si cada paso suyo en medio del terreno. Yo lo seguía en silencio, concentrada en mantener el ritmo, aunque mi mente ya comenzaba a correr más rápido que mis pies.