Una promesa de amor

CAPÍTULO 11: PEQUEÑOS CAMBIOS

Anabell Jones

La luz dorada del amanecer se colaba a través de las cortinas, tiñendo mi habitación con un resplandor cálido y perezoso. Me revolví entre las sábanas, disfrutando por unos segundos más del peso cómodo de la cama. Era sábado. El único día en el que podía permitirme algo de descanso, aunque mi lista de pendientes amenazaba con arrastrarme fuera de la cama de todos modos.

Llevaba ya un mes de regreso en Londres. Dos semanas desde que había comenzado formalmente mi entrenamiento, y aunque mi cuerpo resentía la intensidad, una parte de mí se sentía... viva. Más viva de lo que me había sentido en mucho tiempo.

Mi celular vibró sobre la mesita de noche, interrumpiendo mis pensamientos. Parpadeé para despejarme antes de tomarlo. Era Deina, con una llamada grupal.

— ¿Tan temprano? —murmuré, pero respondí de todas formas.

— ¡Finalmente! —exclamó Deina del otro lado—. ¡Espera, agrego a Kath!

La pantalla parpadeó, y en segundos, la voz alegre de mi prima llenó el aire.

— ¡Buen día, bellezaaaas! —canturreó, claramente demasiado energética para esa hora.

No pude evitar reírme, acomodándome contra el respaldo de la cama.

— ¿A qué debo el honor de esta reunión tan matutina? —pregunté con fingida seriedad.

— ¡Actualización obligatoria! —dijo Deina, divertida—. Necesitamos saber cómo va tu vida de ninja encubierta.

Rodé los ojos, aunque sonreía.

— Va bien —admití—. Duro. Estoy llena de moretones, pero también... siento que por fin estoy avanzando.

— ¿"Avanzando" como en "podrías noquear a Adriel si se pone tonto"? —rió Kath.

— Tal vez... le daría un buen susto, al menos —respondí entre risas.

Compartimos bromas y pequeñas anécdotas. Ellas me contaron sobre sus propias vidas: Deina estaba terminando un proyecto de marketing para una marca francesa, y Kath seguía debatiéndose entre su carrera y su volátil relación amorosa. El sonido de sus voces, su risa, su cercanía, me envolvieron en una calidez que había echado mucho de menos.

Después de una media hora, cuando la conversación comenzó a diluirse, Deina soltó un suspiro dramático.

— Te extraño, Anabell.

— Yo también, D —dije, sintiendo ese viejo tirón en el pecho.

— Pero estamos orgullosas —añadió Kath, en un tono más serio—. De verdad. Vas a lograrlo.

Sonreí, aunque ellas no podían verme.

— Gracias —susurré—. No sé qué haría sin ustedes.

Nos despedimos con promesas de otra llamada pronto. Colgué, dejando el teléfono sobre la cama, y respiré hondo.

Hoy era día de hacer cosas normales. De centrarme en mi vida "civil".

Después de una ducha rápida, elegí un atuendo sencillo pero cómodo: jeans claros, camiseta blanca metida en la cintura, una chaqueta liviana color beige, y zapatillas deportivas. Até mi cabello en una coleta alta, agarré mi bolso y salí.

El centro comercial era un hervidero de actividad. Familias enteras, adolescentes cargando bolsas, parejas paseando sin prisa. El aire olía a mezcla de perfumes, café recién hecho y pretzel dulces.

Me adentré entre la multitud, llevando mi lista mental: artículos para el baño, ropa de cama nueva, algunos utensilios de cocina. La mudanza estaba más cerca de lo que quería admitir y aún me faltaban mil cosas.

Pasé por varias tiendas, seleccionando cuidadosamente cada objeto. Me permití detenerme más de lo necesario frente a un juego de sábanas de lino color marfil. Elegí un par de lámparas pequeñas, perfectas para la nueva sala de estar.

Salía de una tienda de decoración, mis manos ocupadas con varias bolsas, cuando un sonido sutil, casi tragado por el bullicio, me detuvo en seco: un llanto.

Un llanto, pequeño, roto, casi perdido en el bullicio del centro comercial. Giré la cabeza, siguiendo el sonido. Entre las piernas apresuradas y los carritos cargados, vi a una niña diminuta, parada completamente sola.

Sus mejillas estaban enrojecidas por las lágrimas, los labios apretados en una mueca temblorosa, y sus manos sujetaban una muñeca como si fuera su único salvavidas.

Mi instinto fue inmediato. Dejé caer las bolsas al suelo y me agaché para acercarme a su nivel.

— Hola, pequeña —dije, con una sonrisa suave, usando la voz que usaba para Andrew cuando era muy pequeño—. ¿Te perdiste?

Ella parpadeó, enormes ojos verdes mirándome llenos de miedo, y asintió con un pequeño sollozo.

— ¿Te puedo ayudar? —pregunté despacio, sin apresurarla.

La niña dudó, pero tras unos segundos, asintió otra vez, más tímidamente.

Me senté de rodillas frente a ella, ignorando las miradas curiosas de los que pasaban.

— Me llamo Anabell —le dije—. ¿Cómo te llamas tú?

Su voz fue apenas un susurro — Anhne.

— Anhne... —repetí, sonriendo de verdad—. Qué nombre tan bonito.

Ella bajó la vista, como si se sintiera avergonzada.

— ¿Quieres que busquemos juntas a tu mamá o tu papá?

Anhne soltó la muñeca un poco y alzó su manita hacia mí, como una respuesta silenciosa.

Tomé su pequeña mano con cuidado, notando lo tibia y temblorosa que estaba.

— Vamos a caminar un poco —le propuse—. Tal vez veamos a tu familia por aquí.

Con su muñeca apretada contra el pecho, Anhne caminó a mi lado, dando pasos cortitos para seguir mi ritmo. Cada tanto, su manita apretaba la mía con más fuerza, como si tuviera miedo de que yo también desapareciera.

Avanzamos despacio entre la multitud. Yo vigilaba todo: tiendas, cafeterías, rostros de adultos preocupados.

Mientras caminábamos, traté de distraerla.

— ¿Sabes qué? —le dije—. Cuando yo era niña, también me perdí una vez en un mercado muy grande. Me asusté mucho... pero entonces vino un señor con un helado gigante. Me dijo que no me preocupara, que todo iba a estar bien.

Los ojos de Anhne, enormes, me miraron con atención — ¿Te dio helado? —preguntó con una vocecita rota pero curiosa.

— Sí —sonreí—. Pero me dijo que sólo podía comerlo cuando estuviera con mi mamá. Así que me ayudó a encontrarla primero.




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