Anabell Jones
El despertador sonó a las 6:00 a. m., pero yo ya estaba despierta. Era uno de esos días donde la mente no dormía del todo, como si supiera que al abrir los ojos iba a tener que vestirse de armadura. Me quedé unos segundos mirando el techo del dormitorio, sintiendo el peso del silencio.
Me levanté despacio, empujando la sábana de lino con las piernas. El suelo estaba frío al contacto, pero no me importó. Caminé hasta la cocina abierta, que aún olía a lavanda del difusor que dejaba encendido por las noches. Saqué la prensa francesa y preparé el café con movimientos automáticos. Mientras el agua hervía, me apoyé en la barra de granito y abrí la tablet para revisar los correos. Cinco mensajes nuevos. Tres del estudio, dos del equipo de seguridad.
Tomé el café negro, fuerte, sin azúcar. Necesitaba algo que me sacudiera los pensamientos. La ciudad comenzaba a despertar afuera de las enormes ventanas del apartamento. Londres tenía esa forma única de ser elegante incluso cuando llovía. Y hoy, por supuesto, llovía.
Me duché sin apuro, dejando que el agua caliente aflojara los músculos. Mi cuerpo aún dolía del entrenamiento del día anterior. Moretones en los brazos, un tirón en el costado, y un leve corte bajo la costilla que no había querido revisar demasiado. Me estaba volviendo más fuerte. No solo física. También por dentro.
Elegí un conjunto sobrio para la oficina: pantalón negro de pinzas, blusa blanca estructurada, tacones bajos. Cabello recogido en una coleta firme. El maquillaje, apenas una línea de delineador y corrector en los ojos. No tenía ganas de parecer frágil. Tenía que parecer precisa. Afilada. Controlada.
Antes de salir, me detuve frente al espejo del pasillo. Me observé unos segundos. No buscaba belleza. Buscaba firmeza. Y sí, la encontré en la línea tensa de mi mandíbula y en la mirada que me devolvía el reflejo.
—Vamos —me dije en voz baja.
El chofer ya me esperaba abajo. Subí al auto sin decir una palabra, con la carpeta de trabajo bajo el brazo. Afuera, el mundo se movía con su ritmo propio, y yo avanzaba entre él con un objetivo claro: mantener el control. Del trabajo. De mi lugar. De mí.
El vidrio templado de la empresa dejaba entrar una luz cruda, invernal, que atravesaba los planos extendidos sobre la gran mesa de trabajo. El aire olía a papel, café y precisión. La oficina de mi padre era como él: estructurada, limpia, sin espacio para el caos.
Me senté frente a la pantalla, repasando el modelo 3D del centro comercial que estábamos rediseñando. El cliente, un tiburón inmobiliario con gusto por lo ostentoso, quería algo que no solo impresionara, sino que gritara poder desde la fachada hasta los detalles interiores. Normalmente habría despreciado ese tipo de proyectos. Ahora lo veía como un ejercicio de control.
—¿Ya revisaste el sistema de iluminación? —preguntó mi padre sin levantar la vista del plano impreso que tenía entre las manos.
—Sí. Reduje la cantidad de luminarias sin comprometer la intensidad. También adapté las líneas de alimentación para evitar sobrecargas —respondí, mostrando la vista eléctrica en el monitor.
Él se acercó. Dejó el plano sobre la mesa y apoyó las manos sobre el respaldo de mi silla. Observó la pantalla durante largos segundos, en silencio. Casi pude escuchar el zumbido de sus pensamientos.
—Puedes bajar un 8% más el consumo si usas sensores de movimiento en los pasillos secundarios. No es solo diseño, Anabell. Es eficiencia.
—Ya los tenía pensados —dije, abriendo una ventana del proyecto que mostraba el sistema de automatización.
Un leve asentimiento de cabeza. Para otros, sería un gesto insignificante. Para mí, era una forma velada de aprobación.
—Estás aprendiendo.
No era un elogio. Era un dato. Pero me aferré a esa frase como quien encuentra una grieta en una pared de concreto.
Durante la siguiente hora trabajamos en silencio. Ajustamos proporciones de columnas, discutimos la coherencia visual de una escalera helicoidal y evaluamos la sostenibilidad del diseño de techos verdes. Mi padre hablaba en frases cortas, técnicas, sin adornos. Yo le respondía con precisión quirúrgica. No había espacio para emociones ahí. Y, sin embargo, estar frente a la pantalla junto a él me hacía sentir más parte de algo. Tal vez porque durante años lo único que compartimos fue distancia y responsabilidad.
—El render no refleja la textura real del concreto pulido —comentó él en algún momento.
—Lo sé. Estoy actualizando la biblioteca de materiales. Puedo hacer una muestra física esta semana si quieres —le ofrecí.
—Hazla. Y también un informe de costos de materiales. El cliente quiere números antes del viernes.
Tomé nota sin chistar. El reloj marcaba las once de la mañana y no habíamos hecho una pausa. Mi espalda dolía, pero mi mente estaba enfocada. Me gustaba esa sensación: la de tener algo concreto bajo control. Algo donde las piezas encajaban si uno sabía cómo moverlas. Nada como el caos de la organización.
Mientras revisábamos un plano estructural, mi padre señaló una sección con el lápiz.
—¿Por qué hiciste este cambio en la base del pilar?
—Porque el ángulo de carga lo hace inestable en ese punto. Si modificamos el encofrado, distribuimos mejor el peso sin tener que reforzar con acero adicional.
Me miró, esta vez con más atención.
—Bien. Eso lo hacía tu abuelo. Resolver con lógica antes de gastar de más.
Me congelé por dentro. No hablábamos de él desde que murió. Que lo mencionara ahora, así, sin drama, sin reproche, fue como una puñalada inesperada. No supe qué decir. Así que simplemente asentí y seguí trabajando.
A las doce y media, su teléfono sonó. Era una llamada interna. Asintió con la cabeza y se levantó.
—Tengo una reunión con el equipo legal. Usa mi oficina si quieres. Pero quiero ese informe listo antes de las cinco.
—Va a estar listo.