Una promesa de amor

EXTRA: AMARTE ME ROMPIÓ

Anabell Jones

Diez años atrás.

No recuerdo en qué momento exacto dejé de contar los tragos. Solo sé que el hielo en mi vaso se había derretido y que todo me sabía igual: a enojo, a frustración… a él.

Me reí sola mientras apoyaba la frente contra la barra del bar, sintiéndome ridícula por dejar que me afectara tanto. Tenía dieciséis años. No tenía idea de cómo se suponía que debía manejar lo que sentía por alguien como él. Ni siquiera sabía si lo que sentía era real o solo una obsesión alimentada por cada palabra que me decía con esa maldita sonrisa de medio lado.

—¿Anabell? —su voz me llegó amortiguada, como si alguien la hubiese dicho desde el fondo del agua. Al girar la cabeza, lo vi ahí, de pie, con esa cara de molestia que me ponía los nervios de punta.

—¿Qué? —balbuceé, medio riéndome—. ¿No te gusta verme así? ¿Débil? ¿Patética? ¿No era eso lo que querías?

Él me miró como si hubiera dicho una barbaridad. Se acercó rápidamente, rodeándome la cintura con un brazo antes de que me cayera del taburete. Yo me tambaleé, riéndome otra vez. La cabeza me daba vueltas.

—Estás borracha —dijo entre dientes, con ese tono bajo que usaba cuando estaba al borde de explotar—. ¿Quién te dio de beber?

—No soy una niña, Erick. Me lo dieron porque lo pedí. Porque puedo. Porque quería dejar de pensar. ¿Y sabes en qué pensaba? —Me acerqué a su rostro hasta que nuestras narices casi se rozaron—. En ti. En cómo juegas conmigo como si no supiera lo que haces.

Sus ojos se oscurecieron, pero no respondió. Me levantó en brazos sin decir una palabra más y salió del lugar. Escuché algunas voces detrás, alguien llamándolo, pero él no se detuvo. Me sentía liviana. Como si flotara. Como si ya no fuera parte de este mundo.

El ascensor era un espacio cerrado que olía a su perfume. A madera y menta. Me senté en el suelo con la espalda contra la pared de acero, con las piernas cruzadas y la mirada perdida. Él estaba ahí, parado, con las manos en los bolsillos, mirándome como si fuera un problema difícil de resolver.

—¿Por qué me miras así? —pregunté en voz baja.

—Porque no entiendo por qué haces esto —respondió sin mirarme—. No eres así, Anabell. Tú eres lista, valiente. No esta versión destruida por una idiotez.

—¿Una idiotez? —solté una risa amarga—. Claro, para ti todo es un juego. Me hablas bonito, me abrazas cuando tengo frío, me defiendes de todo… pero después te vas con ella. Con tu novia. ¿Cómo se llama? ¿Caroline? ¿Catalina?

—Cassandra —murmuró.

—¡Eso! —chillé—. Cassandra. La perfecta Cassandra. Ella sí puede tocarte. Besarte. Acostarse contigo sin que la mires como si fuera un error.

No respondió. El silencio fue tan brutal que deseé que me gritara. Que me dijera que estaba loca. Que no era para él. Pero no dijo nada. Solo me miraba.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, me tomó del brazo y me ayudó a caminar. El pent-house era silencioso y amplio, pero me sentía ahogada entre sus paredes. Como si cada rincón supiera que yo no debía estar ahí.

—Siéntate —ordenó, señalando el sillón del living—. Voy a traerte agua.

—No quiero agua —susurré, aún de pie—. Quiero que me digas la verdad.

Él se detuvo a medio camino. Se giró lentamente, cruzándose de brazos. Se veía tenso, como si estuviera a punto de romperse.

—¿Qué verdad?

—¿Me quieres o no?

El silencio volvió a instalarse. Pero esta vez dolió más.

—No tengo derecho a quererte como quiero. —respondió finalmente, con voz ronca

—¿Y cómo quieres?

Esa pregunta colgó en el aire. Él bajó la mirada. Yo me acerqué, tambaleándome un poco, hasta quedar frente a él.

—¿Cómo me quieres, Erick?

Él levantó la cabeza, y por primera vez vi la tormenta en sus ojos. Una mezcla de deseo, culpa y furia contenida. Me tomó de los brazos con fuerza, como si luchara consigo mismo.

—Me vuelves loco. Eso es lo que haces. Pero tengo una maldita vida, una que tu no entiendes. Y una novia. Una que no eres tú.

—Entonces déjame en paz —le dije, sintiendo cómo las lágrimas se acumulaban detrás de mis ojos—. No me mires más así. No me hables con esa voz. No me abraces. No seas mi todo si no vas a quedarte.

Él cerró los ojos y apoyó su frente contra la mía.

—No puedo prometerte eso.

—Entonces eres un cobarde.

Yo retrocedí tambaleándome hasta chocar con el respaldo del sillón. Él me dejó ir, pero no se movió. El silencio entre nosotros pesaba como una bomba a punto de estallar.

—¿Eso es todo? —escupí —. ¿No vas a decir nada más?

Mis palabras salieron como veneno, con todo el peso del resentimiento acumulado. Pero él no reaccionó como otras veces. No se río con ironía, ni me respondió con una de esas frases con doble filo. Solo me miró con los ojos llenos de furia, como si le hubiera encendido algo que llevaba tiempo conteniendo.

—¿Qué quieres que diga, Anabell? —rugió finalmente, levantando los brazos—. ¿Qué estoy enamorado de ti? ¿Que cada vez que me miras siento que me voy al carajo? ¿Qué tengo que fingir que solo eres la hermana de Keiran porque si no, me destruyo?

Me quedé helada.

—¡Entonces destrúyete! —grité—. ¡Destrúyete conmigo! ¡No me dejes sola en esto, Erick! ¡Estoy harta de cargar con todo mientras tu juegas a ser el mártir perfecto!

—¡No estoy jugando a nada! —vociferó, señalándose el pecho—. ¡Estoy haciendo lo que tengo que hacer! ¡Tengo una puta vida armada, responsabilidades, una novia! ¡Y solo eres una nena de dieciséis años que no entiende en qué mierda se está metiendo!

—¡No me llames nena! —espeté, sintiendo cómo me ardían los ojos de furia—. ¡Deja de tratarme como si no supiera lo que siento! ¡Sé exactamente lo que quiero! ¡Y lo que quiero eres tú, maldita sea!

—¡Y yo no puedo darte lo que quieres! —gritó con desesperación—. ¡¿No lo entiendes?! ¡Me haces mierda, Anabell! ¡Cada vez que te veo quiero romper todo lo que tengo para quedarme contigo, y eso no está bien! ¡No está bien!




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