Anabell Jones
El aire olía a lluvia a punto de caer, pero todavía no llovía. Me detuve en la entrada del edificio, cerré los ojos y respiré hondo. Sentía los pulmones comprimidos, como si todo lo que dolía dentro de mí buscara salir con cada exhalación. Tres días. Tres malditos días para el cumpleaños de Keiran. Y con él… siete años desde que murió.
Siete años desde que lo vi por última vez, cubierto de sangre, aún vivo, aun luchando. Siete años desde que lo oí gritar mi nombre mientras me arrastraban en dirección opuesta. Desde que todo en mí se rompió.
Había estado encerrada en la oficina todo el día, fingiendo estar bien. Coordinando entregas, corrigiendo planos, recibiendo actualizaciones del equipo… todo mientras cada segundo me sentía como una cuerda tensada a punto de romperse. Adriel me evitaba. Papá intentaba distraerme con trabajo. Pero incluso con su compañía, había un silencio dentro de mí que no lograba romper.
Así que salí. Ni siquiera dije a dónde iba. Solo agarré el abrigo y bajé al vestíbulo, como si mis pies hubieran decidido por mí. Necesitaba oxígeno. Necesitaba espacio. Necesitaba dejar de pensar en la fecha que se acercaba como una cuenta regresiva hacia una herida abierta.
El hall estaba tranquilo. Apenas unas voces lejanas, el sonido del ascensor bajando. Me acerqué a la puerta, pero no salí. Me detuve frente a uno de los grandes ventanales que daban a la calle. El cielo gris plomo se reflejaba en los vidrios. Los autos pasaban con su monotonía acostumbrada. Londres no se detenía, aunque mi mundo temblara por dentro.
—Tormenta.
La voz me hizo girar. Inconfundible. Grave, templada, arrastrando ese apodo como si lo conociera desde siempre. Y claro que lo conocía.
Estaba de pie junto al ascensor, alto, impecable en su abrigo negro. Y junto a él, una niña pequeña de cabello oscuro y rizado, tomada de su mano, mirando a su alrededor con la curiosidad tímida de quien no entiende del todo lo que está pasando.
Mi cuerpo se tensó. El corazón se me desacomodó dentro del pecho. Su mirada exploraba curiosa, pero cuando me vio, sus ojos se iluminaron.
Yo también la reconocí al instante.
La niña que encontré llorando, sola en el centro comercial hace unos días. La que abracé mientras buscaba a su niñera desesperada. La que se aferró a mí como si me conociera desde siempre.
Erick también me vio. Su andar se detuvo por un segundo. Sus ojos se clavaron en los míos, tensos, como si no supiera si acercarse o no.
Pero fue Anhne quien tomó la decisión.
Soltó la mano de su padre y corrió hacia mí.
—¡Ana! —me llamó—. ¡Ana!
Me agaché sin pensarlo, abriendo los brazos. La niña se lanzó hacia mí con una confianza que me desarmó por completo. La abracé fuerte. Su perfume era dulce. Su calor, real. Casi olvidé que estaba rota por dentro.
—Hola, pequeña —susurré, con un nudo en la garganta—. Qué sorpresa verte otra vez.
—¿Viniste a ver a papi? —preguntó, con sus manitos en mi rostro.
Sonreí, pero fue una sonrisa triste.
—No, solo necesitaba salir un poco. ¿Y tú? ¿Viniste a trabajar?
Ella asintió muy seria.
—Sí. Porque la niñera está enferma y no me gusta cuando me deja con la otra señora que huele a sopa.
Solté una risa breve. Ella sonrió también, orgullosa de haberme hecho reír.
Erick se acercó entonces, más lento, mirándonos como si no supiera cómo interpretar la escena. Como si no esperara ver a su hija corriendo hacia mí con ese afecto evidente.
—No sabía que ya se conocían —dijo finalmente, deteniéndose a mi lado.
No me levanté de inmediato. Anhne seguía aferrada a mí como si no quisiera soltarme.
—La encontré en el centro comercial hace unos días —respondí sin mirarlo—. Estaba sola. Asustada. Llorando.
Él frunció el ceño.
—¿No me dijiste eso, mi amor?
Anhne se encogió de hombros.
—Es que no quería que regañaras a Emma.
Erick suspiró, cruzando los brazos, sin dejar de observarnos.
—Gracias por haber estado ahí —dijo, y su voz bajó un tono, más honesta, más íntima—. No puedo imaginar lo que habría pasado si no...
Me incorporé lentamente, aún con la niña tomada de mi mano.
—No fue nada —mentí. Porque sí lo fue. Fue un puñal directo al corazón verla así, tan frágil y sola. Fue como verme a mí misma, años atrás.
Él me estudió en silencio. Yo no lo miré. No podía. No hoy. No con Keiran respirándome en el cuello con sus recuerdos y el peso de todo lo que ya no estaba.
—¿Estás bien? —preguntó entonces, como si acabara de notar la sombra en mis ojos.
—Si —respondí sin vacilar.
Él asintió con lentitud, como si entendiera que no debía decir nada más. No en ese momento. Miró a su hija, luego a mí. Dudó. Pocas veces lo había visto dudar.
—Tengo una reunión rápida en el piso doce —dijo al fin—. ¿Te molesta quedarte con ella unos minutos?
—Claro que no —respondí, más rápido de lo que esperaba.
Anhne ya estaba aferrada a mi mano, como si eso hubiera sido decisión suya desde el inicio.
—Gracias —agregó él, y sin más, se alejó.
Lo vi marcharse con ese andar decidido que siempre tenía, aunque ahora parecía más tenso, más preocupado. La puerta del ascensor se cerró, y el silencio volvió a envolvernos.
Me agaché otra vez frente a la niña.
—Entonces, señorita, ¿qué quieres hacer mientras papi trabaja?
—¿Podemos sentarnos allá? —señaló un banco de mármol cerca de los ventanales—. Me gusta ver los autos.
—Perfecto —le dije.
La ayudé a subir, y me senté a su lado. Ella balanceaba sus piernitas en el aire, las botitas negras golpeaban rítmicamente el borde del banco. Su abrigo rojo contrastaba con la frialdad del mármol y el gris de la calle.
La miré con más atención esta vez. Sus ojos grandes y oscuros, brillaban con esa mezcla infantil de curiosidad y afecto. Tenía unas pestañas largas que enmarcaban la inocencia de su mirada, mejillas sonrosadas, cabello castaño oscuro, peinado con una pequeña trenza a un lado, y esa boca pequeña que se fruncía como la de alguien que se contenía para no decir algo más.