Erick Thompson
Anhne estaba hecha un ovillo en mis brazos, su cabeza apoyada en mi pecho, respirando profundo, tranquila. El murmullo del restaurante había pasado a un segundo plano. No era ruido, era una especie de telón de fondo lejano que hacía más notorio el silencio entre nosotros.
Anabell jugaba con el borde de la servilleta, sin mirarme. Tenía la mirada clavada en la copa de agua frente a ella, como si ahí se escondiera una respuesta. No hablábamos, pero no era incómodo. Era esa clase de silencio que existe solo entre personas que comparten algo que no se puede nombrar.
—Está creciendo —murmuré, refiriéndome a Anhne—. Ya no aguanta una comida entera despierta.
Anabell sonrió apenas, sin alegría. Solo una curva breve en los labios, que se fue tan rápido como llegó.
—Tiene tu expresión cuando duerme. Como si estuviera alerta incluso en sueños —susurró.
Le acaricié la espalda a mi hija con suavidad. No dije nada. Ella me miró de reojo y bajó la vista otra vez.
—Se acerca el veintiocho… —dijo de pronto, y sentí cómo se apretaba el aire entre nosotros.
El veintiocho. Maldito día. El cumpleaños de Keiran.
Un nudo se formó en mi estómago, uno que no estaba listo para enfrentar pero que no podía esquivar. No con ella. No con ella.
Anabell alzó la vista lentamente, sus ojos brillaban, pero no era por las luces del restaurante.
—¿Lo recuerdas? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
—Todos los años —le dije, con voz baja. Sentí que me raspaba la garganta decirlo—. Nunca dejo de hacerlo.
Ella apretó los labios. Quería contenerse, pero el dolor era demasiado viejo y demasiado profundo como para esconderlo bien.
—Yo no sé cómo hacer que duela menos —admitió. Su voz era apenas un susurro. Vulnerable. Real.
Y ahí estaba: esa parte de ella que muy pocos conocían. La niña rota detrás de la mujer fuerte. La que había visto morir a su hermano el día en que él debía soplar las velas de su pastel.
—No se hace menos, Anabell —dije, mirándola fijo—. Solo se vuelve parte de ti.
Ella bajó la mirada otra vez, esta vez para esconder una lágrima que no quiso mostrarme.
—Él amaba los cumpleaños. Siempre decía que no importaba la edad, mientras tuviéramos pastel de chocolate —soltó una risa quebrada, más dolor que alegría.
Asentí. Lo recordaba.
—Y se enojaba si las velas eran blancas —añadí—. Decía que eso era para bodas, no para fiestas.
Anabell dejó escapar una carcajada ahogada entre los dientes. Se llevó una mano a la cara, limpiándose los ojos con disimulo. Su cuerpo tembló apenas, por la emoción contenida.
Yo bajé la vista a Anhne. Dormía profundamente, ajena al mundo.
—Él estaría orgulloso de ti —dije, sin pensar demasiado. Solo lo solté. Porque era verdad.
Ella me miró. No hubo desafío en sus ojos, ni rabia, ni distancia. Solo tristeza. Y algo más. Algo que dolía más que cualquier herida: esperanza rota.
—¿Crees? —preguntó.
—Sé —afirmé, con la certeza de quien ha sobrevivido a demasiadas guerras internas—. Él siempre creyó más en ti que en cualquiera.
—Y, sin embargo, murió por mi culpa.
Me incliné hacia adelante, con Anhne aún en brazos, y le hablé en voz baja, directa, sin suavizar la verdad, pero sin crueldad.
—Keiran murió por una traición. No fue tu culpa. Fue de quienes debieron protegerlo… y no lo hicieron.
Sus ojos se llenaron de rabia contenida. De lágrimas que no caerían ahí, frente a mí. Se tragó todo y asintió.
—No lo olvido —dijo.
—Tampoco yo.
Nos quedamos así. Silencio. Hasta que el camarero se acercó a preguntar si queríamos el postre.
Anabell lo miró un segundo, luego me miró a mí.
—¿Chocolate? —preguntó, con una sonrisa rota.
—Con velas rojas —le respondí.
Y ella asintió.
__
Salí del restaurante con Anhne aún dormida en mis brazos, su respiración pausada y tranquila era un contraste perfecto con la tormenta que yo llevaba dentro. Parecía un ángel frágil, un regalo que había llegado en medio del caos que era mi vida. El chofer, abrió la puerta del auto para que pudiéramos subir. Mientras acomodaba a Anhne en mi regazo.
Anabell subió después, se sentó a mi lado y cerró los ojos por un instante, como buscando un respiro que no encontraba desde hacía días. El motor arrancó y el auto comenzó a deslizarse por las calles de Londres, tan grises y silenciosas a esta hora de la noche. El tráfico era escaso, y el viaje se sentía como un pequeño oasis en medio de una tormenta interminable.
Anabell sacó su móvil y marcó rápidamente. Habló con su secretaria para avisar que no regresaría a la oficina y que iría temprano al día siguiente. Guardó el teléfono y me miró con una mezcla de agotamiento y determinación.
El silencio se instaló entre nosotros, denso y pesado, hasta que ella lo rompió con una voz suave pero firme.
—Erick —dijo—, ¿cómo has hecho para sobrellevar todo esto? Quiero decir… lo de Anhne…—me miró directamente, sin ningún tipo de filtro, como si quisiera arrancar esa carga que sé que llevo.
La pregunta me tomó por sorpresa. Respiré hondo, acomodé a Anhne un poco más cerca, y con la mirada perdida en la ventana, empecé a hablar.
—No fue fácil —comencé—. La relación con Cassandra fue... caótica, para ponerlo suavemente. No hubo nada sencillo entre nosotros. Fue una montaña rusa de emociones, peleas, reconciliaciones, reproches... un infierno constante que parecía que nunca iba a terminar. —Hice una pausa, recordando esos días— Fue horrible en muchos sentidos.
Anabell me escuchaba atentamente, su mirada se suavizó, y sentí que esa distancia que a veces nos separaba se acortaba un poco.
—Entonces, Anhne... —dijo con voz bajita, casi como si estuviera temiendo la respuesta—. ¿Fue un error?
Sonreí débilmente, acariciando con el dedo la mejilla de mi hija.
—Sí y no —respondí con sinceridad—. Anhne fue un error, en el sentido de que no estaba planeada, no era algo que buscáramos ni ella ni yo. Pero no la cambiaría por nada en el mundo. Es lo más real y puro que tengo, y es la razón por la que sigo adelante. A pesar de todo lo que pasó con Cassandra, ella me dio eso. —Miré a Anabell de reojo—. Y sé que suena contradictorio, pero no me arrepiento ni un segundo.