Una promesa de amor

CAPÍTULO 17: PROMESA ROTA

Erick Thompson

La llamada llegó temprano, pero no lo suficiente como para sorprenderme. A esa hora ya estaba despierto, mirando el techo sin pensar en nada, o quizás pensando en todo a la vez. Cuando vi su nombre en la pantalla, no dudé en contestar. No porque quisiera hablar con él, sino porque sabía que, si no lo hacía, insistiría. Con él, las cosas no se dejaban en espera.

—Sabes por qué te llamo —dijo, sin molestarse en saludar.

Me apoyé contra la pared, cruzando un brazo sobre el pecho. Afuera apenas amanecía, y en el interior del departamento el aire estaba denso, como si la noche se resistiera a irse.

—Intuyo que vas a decir algo que no quiero oír.

—No es cuestión de querer, Erick. Es cuestión de hacer lo que se debe. Es el momento. Los Jones están debilitados. El atentado los dejó expuestos, y Andrew fuera del juego deja un hueco que nadie en esa familia sabe llenar. Si esperamos demasiado, alguien más se meterá.

—¿Y qué? ¿Quieres que les ofrezcamos ayuda solo para meter las manos hasta el fondo?

—Quiero que pienses. No como un hijo, sino como un líder. La jugada es evidente. Los protegemos. Les damos lo que necesitan. Seguridad, recursos, respaldo. Les tendemos la mano, pero la apretamos bien fuerte.

Su voz era tan tranquila que irritaba. Esa forma suya de hablar como si todo estuviera bajo control, como si manipular personas fuera tan simple como mover piezas sobre un tablero.

—No somos aliados. Nunca lo fuimos —repliqué, sintiendo cómo me ardía el pecho—. Tú mismo te encargaste de eso durante años. Ahora vienes a decir que es momento de ofrecerles una mano. ¿Después de todo lo que hiciste?

—No seas ingenuo. Las guerras terminan cuando dejan de servir. Esto es negocio, no venganza. No importa lo que se hizo antes. Importa lo que se construye ahora.

—¿Negocio? —repetí, bajando la voz, no porque estuviera calmado, sino porque la rabia ya me estaba masticando por dentro—. ¿Sabes qué pasa contigo? Que perdiste la capacidad de ver a las personas. Solo ves funciones. Potencial. Conveniencia.

—Y por eso he mantenido este imperio de pie. Porque mientras tú te ahogas en tus emociones, yo sostengo el mundo que algún día te tocará cargar.

Solté una risa breve, amarga.

—Tú no has sostenido nada. Solo lo has endurecido. Has convertido todo esto en una jaula. Una jaula disfrazada de legado. Y no me interesa seguir ese camino.

—Entonces dime, ¿cuál es el tuyo? ¿El que te aleja de tus responsabilidades? ¿El que te hace esconderte detrás de justificaciones personales mientras el nombre de tu hija depende de lo que hagas o dejes de hacer?

Ese golpe fue directo. Bajo. Pero sabía que venía. Siempre lo usaba cuando sentía que perdía terreno.

—No metas a mi hija en esto. No tienes derecho.

—Tengo todos los derechos cuando lo que haces afecta a tu sangre.

—No estoy obligado a repetir tus errores solo porque compartimos apellido.

—Tú no tienes idea de lo que significa sostener a una familia. Lo que cuesta. Lo que se sacrifica. Cuando lo entiendas, quizá podamos volver a hablar. Mientras tanto, haz lo que quieras. Pero no digas que no te avisé.

Y colgó.

Me quedé en silencio un momento. La habitación parecía haber encogido. Caminé hasta la ventana y empujé las cortinas a un lado. El cielo estaba plomizo, con ese gris denso que antecede a la lluvia. En mi cabeza, las palabras de mi padre se repetían una y otra vez, como si cada una tuviera un filo distinto.

Lo peor de todo no era su cinismo. Era que una parte de mí sabía que, si no me apresuraba, él encontraría la forma de hacer lo que quería sin mí. Y eso, aunque no quisiera admitirlo, me jodía. Porque por muy enfermo que estuviera el sistema que él había creado, yo sabía que su instinto para los movimientos era certero. Y si estaba oliendo sangre en la debilidad de los Jones, no era el único.

Pero yo no iba a jugar su juego. No esta vez. No de esa forma.

No con ella en medio.

Me vestí a ciegas. Jeans, chaqueta de cuero, botas. No pensé en a dónde iría. Solo sabía que necesitaba salir de ahí, de esa cueva que olía a soledad acumulada. Arranqué el auto sin mirar atrás. No tenía destino. Solo una certeza creciente, palpitando en el pecho como un tambor de guerra.

Conduje durante un buen rato, sin un destino concreto. Era una costumbre vieja: cuando no sabía qué hacer con la rabia, manejaba. A veces sin pensar, solo con la vista fija en el camino y las manos apretadas en el volante como si eso bastara para mantener todo lo demás bajo control. Me detuve en un mirador desde donde se veía parte de la ciudad, lejos del ruido, del movimiento, de las decisiones urgentes. Me quedé ahí, solo, con el motor apagado y el recuerdo clavado detrás de los ojos.

No había pensado en Keiran desde hacía semanas, y sin embargo hoy lo tenía encima como si acabara de morir. Su nombre estaba ligado al de Anabell de forma inevitable. Lo que me dolía de perderlo se entrelazaba con lo que me dolía haber hecho con ella. No eran recuerdos bonitos. No eran tiempos fáciles. Pero ella estuvo ahí, y yo la eché de mi vida como si fuera una pieza más de todo lo que se rompía a mi alrededor.

Después del entierro de Keiran, lo que me sostuvo no fue el poder, ni la lealtad de mis hombres, ni siquiera la idea de venganza. Fue ella. Su forma de estar sin exigir nada. Su presencia callada, sin dramatismos, sin escenas. Lo único que me hacía sentir que no me estaba pudriendo por dentro. Y justo por eso la alejé. No porque me hartara, no porque ya no me importara. La eché de mi lado porque sabía que no podía protegerla del mundo al que yo mismo me estaba hundiendo.

Y tampoco podía con su dolor. El mismo que yo provocaba cada vez que decidía avanzar en esta guerra absurda donde todos pierden algo, tarde o temprano.

Ella confiaba en mí. En que iba a cuidar de ella, en que iba a mantenerla a salvo, incluso cuando ni ella lo decía en voz alta. Yo sentía esa promesa metida bajo la piel, y en lugar de cumplirla, hice lo más cobarde que se me ocurrió: la aparté. Sin una conversación honesta, sin explicaciones. Me inventé excusas, me escudé en la muerte de Keiran, en mi trabajo, en los enemigos que tenía encima. Le hice creer que la estaba sacando de mi vida por su bien, pero la verdad es que fue por miedo. Miedo a que se quedara y viera en lo que me convertía. Miedo a arrastrarla conmigo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.