Erick Thompson
Salí de mi oficina con el paso firme, aunque la verdad es que por dentro estaba todo menos estable. La reunión que me esperaba en media hora era de esas que no admitían retrasos. Aun así, lo único que sentía era el eco de una presión sorda en el pecho, como si algo se negara a soltarme.
El ascensor descendía lentamente y mi reflejo en las puertas metálicas me devolvía la mirada. El traje perfecto, la corbata ajustada, la expresión fría que me había entrenado a mostrar al mundo. Nadie veía el cansancio en mis ojos ni la sombra de mis errores siguiéndome a cada paso.
Cuando crucé el lobby, Marco se adelantó, interceptándome con una expresión que no auguraba nada bueno. El tono de su voz fue tan bajo que apenas lo escuché sobre el ruido de los autos en la calle.
—Señor Thompson… Hubo un atentado.
Me detuve en seco. Sentí que todo a mi alrededor se borraba. Mis dedos se crisparon contra la carpeta de documentos que llevaba, y la voz me salió más áspera de lo que quería.
—¿Quién?
El hombre tragó saliva. Por un instante, dudó en decirlo, como si supiera que esa palabra iba a detonar algo en mí.
—La señorita Anabell Jones.
Mi respiración se entrecortó. Todo el mundo se desmoronó y, aun así, el muy cabrón de mi instinto me obligó a mantenerme inmóvil, como si el autocontrol pudiera salvarme de un derrumbe.
—¿Está viva? —pregunté al fin, con un tono que ni yo reconocí.
—Sí, señor. Resultó ilesa. Está en su apartamento. Custodiada. El perímetro es seguro.
El alivio fue inmediato, pero no lo suficiente para calmar la tormenta que ya se había levantado en mi interior. Mi hombre siguió hablando, enumerando detalles de seguridad, pero yo ya no escuchaba. La reunión, los contratos, los números… todo se volvió insignificante.
Lo único que tenía en la cabeza era su nombre, el eco de su risa en recuerdos que dolían, el filo de sus ojos mirándome con rabia, con distancia. Anabell. La maldita mujer que me estaba volviendo loco sin siquiera intentarlo.
—¿Quiere que mantengamos el protocolo? —preguntó mi escolta.
Lo miré como si no entendiera lo que decía.
—¿Protocolo?
—Sí, señor. Usted tiene una reunión. Podemos enviar más refuerzos al departamento y esperar su reporte.
Debería haber dicho que sí. Debería haber seguido con mi agenda como si nada. Pero la sola idea de quedarme en esa sala de juntas mientras ella estaba ahí, viva de milagro, temblando en algún rincón, me resultaba insoportable.
—No. Cancélalo todo —dije al fin, y mi voz sonó como una orden definitiva.
El trayecto hasta su edificio fue una tortura. Mi chofer no se atrevió a preguntar nada, y yo tampoco ofrecí explicación. Afuera, Londres seguía su rutina gris, la lluvia empezaba a insinuarse en las nubes pesadas, y yo no podía dejar de pensar en la primera vez que la vi después de tantos años. Esa sensación de vacío que me dejó, ese golpe de realidad: ella ya no era la niña de antaño, ni la joven que me había mirado con ternura y odio mezclados. Era una mujer, y ahora intentaban matarla.
Me vi obligado a pensar en Keiran. El hueco que había dejado su ausencia todavía dolía como una herida abierta. ¿Qué diría él si estuviera aquí? ¿Si supiera que yo, incapaz de alejarme de su hermana, estaba cruzando líneas que juré no cruzar? El recuerdo de su risa me atravesó, seguido de la memoria amarga de aquella última noche, la traición que no pude detener, la culpa que cargaba como una condena.
Cuídala, me había dicho en más de una ocasión, medio en broma, medio en serio. Y aquí estaba yo, sin haber sido capaz de mantener esa promesa.
Cuando el auto se detuvo frente al edificio, vi a los guardias apostados en la entrada. Todos llevaban la tensión marcada en los rostros, como si supieran que un error mínimo podía costarles la vida. Al verme, dudaron por un segundo, pero bastó con mi mirada para que ninguno se atreviera a detenerme.
Subí los escalones con la certeza de que estaba cruzando un límite. Podía sentirlo. Algo en mí me gritaba que no era buena idea irrumpir en su espacio, que iba a encontrarme con un muro de rechazo, pero no importaba. Necesitaba verla. Necesitaba comprobar con mis propios ojos que estaba bien.
La puerta de su apartamento se alzó frente a mí, cerrada, tan intimidante como si fuese la entrada a un templo sagrado del que yo no tenía derecho a formar parte. Dudé. Por primera vez en mucho tiempo, mi mano tembló antes de alzarse para tocar.
El golpe resonó en el silencio del pasillo.
Tardó unos segundos en abrir. Y cuando lo hizo, la imagen me golpeó con más fuerza de la que esperaba.
Anabell estaba allí, de pie, con el cabello suelto cayéndole en desorden sobre los hombros. Su rostro mostraba cansancio, la piel un poco pálida, los ojos encendidos de furia contenida. Llevaba un suéter ancho y pantalones cómodos, nada de la elegancia habitual, pero aun así tenía esa maldita presencia que me dejaba sin aire.
—¿Qué haces aquí? —su voz fue un látigo, seca, cortante.
Por un instante me limité a mirarla. A grabar la forma en que respiraba, la ligera tensión en sus labios, el pulso acelerado que apenas se notaba en su cuello.
—Tenía que verte —respondí con sinceridad.
—No tienes derecho —me espetó de inmediato, sin siquiera abrir más la puerta.
—Me enteré del atentado.
—Y eso te da excusa para venir a irrumpir en mi casa como si nada.
Sentí el filo de sus palabras, pero no retrocedí. El instinto me decía que si lo hacía, si me iba ahora, me arrepentiría el resto de mi vida. —¿Estás bien? —pregunté, ignorando su reproche.
Ella soltó una risa amarga.
—Estoy viva. ¿Eso querías saber? Pues ya lo sabes. Ahora vete.
Su mano empezó a empujar la puerta para cerrarla, pero yo la detuve suavemente, sin fuerza, solo lo justo para impedirlo.
—Anabell.
—¡No, Erick! —estalló al fin, y sus ojos brillaron de rabia. —No necesito que vengas aquí a recordarme lo frágil que es todo. No necesito tu compasión, ni tu protección.