Anabell Jones
La alarma comenzó a sonar a las seis en punto, como lo hacía cada mañana desde hacía años. No me levanté. Ni siquiera extendí el brazo para apagarla. Me quedé allí, acostada boca arriba sobre las sábanas revueltas, los ojos abiertos en la penumbra, contemplando el techo como si esperara una respuesta que nunca llegaría.
No necesitaba mirar el calendario. Sabía perfectamente qué día era.
No era un día cualquiera. No lo era desde hacía siete años. Era el día en que Keiran había venido al mundo y el mismo en que el mundo decidió que debía irse. Su cumpleaños. Su muerte. Todo en uno. Como si la vida, cruel y burlona, hubiera querido cerrar su círculo de la forma más sádica posible.
Me incorporé lentamente, sintiendo cómo el peso de la ausencia se me instalaba en la espalda como una losa invisible. El cuerpo me dolía, pero no físicamente.
Apagué la alarma sin mirarla. Abrí el armario sin pensar demasiado. Elegí una camisa negra sin botones, de tela suave, con cuello redondo. El negro me envolvía con una cierta comodidad amarga. Pantalones de lino oscuros. Nada que brillara. Nada que dijera "estoy bien". No lo estaba. Nunca lo estaba este día.
Sobre la cómoda, había una pequeña caja de madera. Era simple, sin decoraciones. Dentro, reposaba su reloj. El viejo Casio de correa gastada que le regalé cuando cumplió diecisiete. Lo tomé con cuidado y lo aseguré en mi muñeca izquierda.
Me senté al borde de la cama por unos segundos, observando cómo la luz del amanecer comenzaba a filtrarse por la ventana. No había viento. Ni un sonido. Era como si incluso el mundo estuviera conteniendo el aliento.
…
La ciudad parecía exactamente igual a cualquier otro día, lo cual me molestaba. Me exasperaba esa normalidad implacable, esa rutina que continuaba como si Keiran no hubiese existido, como si su risa no hubiera llenado alguna vez estos espacios, como si su ausencia no fuera una herida abierta. El tráfico seguía colapsado, los peatones seguían mirando sus teléfonos con indiferencia, y el sol hacía su mejor esfuerzo por colarse entre las nubes sin lograrlo del todo.
Al llegar a la empresa, me dirigí directamente al ascensor. Cuando entré a mi oficina, cerré la puerta y me apoyé contra ella por un instante. Como si ese breve contacto con la madera pudiera sostenerme. Luego solté el aire y caminé hasta el escritorio. Sobre él, una carpeta con planos del proyecto de vivienda social que veníamos diseñando desde hacía semanas.
Encendí la pantalla del ordenador, pero no abrí nada. Me quedé observando el reflejo tenue de mi rostro en el cristal oscuro del monitor. El reloj de Keiran, frío contra mi piel, era la única ancla que me mantenía en ese lugar.
Pensé en él. En su voz grave, un poco burlona. En su manía de levantarme de la cama los sábados con música a todo volumen. En la forma en que siempre sabía cuándo estaba mintiendo, aunque yo creyera que lo disimulaba bien. Pensé en la última vez que lo vi con vida. En la discusión absurda que tuvimos. En las cosas que no le dije. Las cosas que ahora se acumulan en mi garganta cada vez que pienso en él.
Alguien llamó a la puerta. Me sobresalté, y eso me enojó conmigo misma.
—¿Sí?
Mi asistente asomó la cabeza con cautela.
—Disculpe la interrupción. Su padre la espera en su oficina.
La miré sin decir nada por unos segundos. Ella no parecía saber exactamente cómo comportarse. Le agradecí con un leve gesto de cabeza y me levanté.
Cuando entré, él estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a la puerta, con las manos cruzadas detrás de la espalda. No me invitó a sentarme. Ni siquiera giró la cabeza. El silencio entre nosotros era espeso.
—Sabes qué día es —dije, rompiendo el silencio.
—Sí —respondió él, sin volverse aún—. Y por eso me pesa más tener que hablar contigo hoy.
Eso no auguraba nada bueno. Me crucé de brazos, sin sentarme. No necesitaba comodidad. Necesitaba que fuera al grano.
—¿Qué pasa?
Mi padre giró lentamente. Sus ojos eran azules, parecidos a los míos, pero menos expresivos. Los de él no se permitían mostrar cansancio.
—Hemos cerrado un acuerdo esta mañana. Una alianza.
Mi estómago se encogió. Podía sentirlo antes de que lo dijera. Era como si el mundo, en su infinita crueldad, hubiera elegido este día para ponerme a prueba.
—¿Con quién? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Con los Thompson.
Hubo un instante —apenas un segundo— en el que todo se detuvo. —No puede ser. Dime que no estás hablando en serio.
—Estoy hablando muy en serio —dijo, sin rodeos, pero sin dureza—. Las circunstancias lo requieren.
—¿Las circunstancias? ¿Qué circunstancias podrían justificar aliarse con esa familia?
—El atentado contra Andrew nos debilitó. El equilibrio de poder en la ciudad cambió. Y también nosotros perdimos hombres. Se está haciendo un trabajo admirable, pero no es suficiente. Necesitamos reorganizarnos. Fortalecernos.
—¿Y tú solución es... darle la mano a los Thompson?
Mi padre no respondió de inmediato. Me miró en silencio, como si quisiera asegurarse de que no gritaría. Como si temiera que lo hiciera.
—No a todos —aclaró finalmente—. A uno solo. A Erick.
Su nombre cayó como una piedra en mi estómago. Me obligué a respirar. No lo conseguí del todo.
—Erick Thompson —repetí, con lentitud, como si masticara veneno—. ¿Y se supone que eso me tranquiliza?
—Erick no es su padre, Anabell. Lo sabes. No comparte su visión, ni sus métodos. Ha intentado mantenerse al margen, incluso cuando hubiera podido aplastarnos. Y no lo hizo.
—Porque estaba ocupado jugando a la familia feliz mientras el mundo se deshacía a su alrededor —disparé, con más veneno del que esperaba oír en mi voz.
Mi padre frunció el ceño, pero no me corrigió. No porque estuviera de acuerdo, sino porque comprendía que necesitaba descargar.