Siete años atrás
Erick Thompson
El pasillo olía a hierro y a sudor. Cada paso que daba hacia mi departamento era más pesado que el anterior. La camisa pegada a mi piel estaba empapada de sangre —la mía y la de otros—, y aunque el dolor en mis costillas ardía con cada movimiento, lo que más me pesaba era el silencio que sabía que me esperaba detrás de esa puerta.
Giré la llave. La cerradura hizo un clic seco y el departamento se abrió ante mí con su penumbra habitual. El departamento estaba oscuro, apenas iluminado por la lámpara del rincón.
El olor a hierro de la sangre que me cubría se mezcló con el perfume de ella. La vi de pie, esperándome, con los brazos cruzados y el rostro endurecido.
—¿Dónde carajos estabas? —escupió, la voz quebrada por la rabia.
Cerré los ojos un instante. No tenía fuerzas para esto. Ni para excusas, ni para verdades.
—No empieces… —murmuré, dejando caer el saco en el sofá.
—¿No empiece? —su voz subió un tono, vibrando por toda la sala—. ¡¿Te das cuenta de que llevas semanas tratándome como si fuera una extraña?! Erick, llegas de madrugada, ensangrentado, me ignoras, ¡me tratas como si yo fuera invisible!
Me giré, el dolor en mis costillas me obligó a encorvarme un segundo, pero la furia me sostuvo.
—¡No es eso! —rugí, señalándome el pecho, la sangre en mis manos brillando bajo la luz tenue—. No te aparto porque no me importes, ¡te aparto porque no quiero que veas en lo que me estoy convirtiendo!
Ella río con amargura, pero fue más un sollozo ahogado.
—¡Ya lo veo, Erick! ¡Cada noche que vuelves así, lo veo! —se llevó las manos al cabello, tirando de él como si quisiera arrancarse la impotencia—. Pero sigo aquí. Porque te amo. Porque, aunque te estés hundiendo, yo… yo quiero estar contigo.
Sus palabras me desgarraron. Sentí la tentación de abrazarla, de pedirle que no me soltara. Pero la rabia me empujó hacia adelante.
—¡No! —grité, golpeando la mesa con el puño y dejando una mancha de sangre—. ¡No entiendes nada! No puedo arrastrarte a esta mierda conmigo. ¡No voy a dejar que termines destrozada por mi culpa!
—¡Ya estoy destrozada! —chilló, y su voz rebotó en las paredes—. Desde que murió Keiran, ¡Lo único que me quedaba eras tú! ¡Y ni siquiera eres capaz de sostenerme la mirada!
Me clavó los ojos, los suyos rojos, llenos de lágrimas y furia. Yo sentí cómo se me apretaba la garganta, cómo las palabras me quemaban, pero no podía ceder.
—Yo también te amo —confesé al fin, casi gritando—. ¡Y justamente por eso te aparto! Porque si te quedas… si ves todo lo que voy a hacer, todo lo que me voy a convertir… ¡vas a terminar odiándome!
Ella dio un paso hacia mí, desafiante, las lágrimas corriendo libremente.
—¡No te odio! ¡Lo que odio es que seas tú mismo quien me empuje lejos!
El aire era fuego entre nosotros. Su respiración agitada, la mía quebrada. Ella levantó la mano, como si fuera a tocar mi rostro, pero yo di un paso atrás. Mis manos manchadas de sangre temblaban a mi costado.
—No me toques —dije en un hilo de voz.
—¿Por qué? —gritó, desesperada—. ¿Porque no puedes soportar que te ame igual, incluso con toda esa mierda encima?
No respondí. Me quedé mudo.
Ella me miró con un dolor que no creo que olvide nunca, con una fuerza que me rompió por dentro.
Me odié por no responder. Por no sostener su mirada. Por no decir lo que debía. Y en ese silencio, ella se quebró. Su pecho subía y bajaba con fuerza, las lágrimas cayendo sin control, la rabia luchando con el dolor.
—¿Sabes qué es lo peor, Erick? —me lanzó, con la voz quebrada pero fuerte—. Que todavía te creo. Todavía creo que me amas, aunque estés haciendo todo lo posible por convencerme de lo contrario.
Dio un paso hacia mí, sus ojos encendidos como brasas.
—Pero no voy a mendigar tu amor. —Escupió la frase como veneno—. No voy a suplicarle al hombre que dice amarme que me deje quedarme a su lado.
—No entiendes… —quise hablar, pero me cortó.
—¡Claro que entiendo! —gritó, golpeándose el pecho con la mano—. ¡Entiendo que prefieres dejarme sola antes que dejarme entrar en tu oscuridad! ¡Entiendo que tu miedo vale más que todo lo que hemos construido! ¡Y lo odio, Erick! ¡Lo odio porque te amo, maldita sea, y ni siquiera eso te detiene!
El nudo en mi garganta me asfixiaba. Di un paso hacia ella, pero retrocedió como si la hubiera herido.
—No —dijo, con la voz baja pero firme—. No te atrevas a acercarte.
Esa frase fue un disparo. Sentí que me atravesaba el pecho.
Ella me miró por última vez, los ojos inundados de lágrimas y fuego.
—Me quitaste a mi hermano. No con tus manos, pero sí con tus decisiones. Y ahora… —su voz se quebró y se sostuvo en un grito— ¡ahora me quitas a ti mismo!
El aire en la sala se volvió irrespirable. Y entonces, en un movimiento brusco, tomó su abrigo, abrió la puerta con violencia y la cerró de un portazo tan fuerte que el marco tembló. El eco del golpe retumbó en mis costillas como un último latido.
Me quedé solo, rodeado del olor a sangre. El silencio que dejó tras de sí era un vacío que devoraba todo.
Y entendí, demasiado tarde, que no la había protegido.
La había dejado sola.
…
La luz de la mañana entraba por la ventana, fría y directa, iluminando cada rincón del departamento, cada mancha de sangre que aún tenía en la camisa.
Salí del despacho con la espalda tensa, los hombros cargados, el corazón golpeando con fuerza. El whisky de la noche anterior todavía me quemaba la garganta, mezclado con el olor metálico de la sangre que aún me cubría. No sabía si lo que sentía era rabia, culpa o desesperación; seguramente era todo a la vez, un nudo que me aplastaba por dentro y me impedía pensar con claridad.
Y allí estaba ella. Sentada en el sofá, las piernas ligeramente dobladas, los brazos cruzados sobre las rodillas, los hombros tensos como si tratara de contener un huracán que llevaba dentro desde hace semanas.