Adriel Jones
La ciudad dormía bajo un manto espeso de silencio, interrumpido apenas por el zumbido lejano del tráfico y el tuene sonido insistente del viento que se colaba por las grietas de las ventanas como un espectro insatisfecho. Afuera, la noche se vestía de gris y azul, sin estrellas, como si el cielo también estuviera de luto, y no podía dejar de pensar que había algo de poéticamente retorcido en eso.
Me senté junto al ventanal, sosteniendo entre los dedos una copa medio vacía de whisky que no me importaba terminar, más por costumbre que por necesidad, mientras la luz mortecina del farol de la calle proyectaba sombras alargadas sobre el suelo como si jugara a recordarme que todo lo que alguna vez fue sólido, ahora era apenas una silueta.
La nota que había llegado a manos de Anabell esa tarde seguía quemando en mi memoria. El nombre de Isabel no aparecía en la caligrafía prolija que manchaba la hoja, pero su voz estaba ahí, oculta entre líneas, hablándome en el mismo tono con el que nos mentía cuando niños.
Me bastó una mirada para saberlo, para sentirlo, para escuchar cómo el nombre de Keiran se alzaba como un susurro enterrado entre promesas rotas. El cumpleaños de mi hermano coincidía con el día de su muerte. Qué conveniente. Qué fácil para el destino ser cruel cuando ya se ha acostumbrado a jugar con las mismas piezas.
Keiran. No lo pronunciaba en voz alta desde hacía años, no por miedo, sino por respeto, como si dejarlo salir fuera a restarle peso. Él había sido el más brillante de nosotros, el más impulsivo también, el que nunca aprendió a callar cuando el peligro respiraba cerca. Tenía esa maldita costumbre de creer en la gente, incluso cuando el mundo le mostraba los dientes, y quizás por eso lo amábamos tanto.
Era el tipo de persona que podía romperte los nervios y hacerte reír en una misma frase, el tipo de hermano que se ofrecía a recibir un disparo por ti sin pensarlo dos veces y lo decía con una sonrisa tan amplia que terminabas creyendo que el sacrificio era parte del juego. A veces me despierto con la sensación de que sigue vivo, como si la muerte hubiera sido un mal chiste contado a destiempo, pero entonces recuerdo...
Recuerdo que fue mi madre la que lo entregó.
Madre, qué palabra más hueca y que había dejado de tener sentido desde que descubrimos que no solo no nos protegía, sino que además movía los hilos para llevarnos al matadero. Isabel traicionó a Keiran, ayudó a quienes querían matarlo, vendió a su propia hija y ahora, como si nada de eso fuera suficiente, regresaba a Londres como una sombra que no sabe morir.
Me levanté, dejando la copa sobre el alféizar, y caminé hasta el escritorio donde me esperaba un sobre sellado con el símbolo que solo unos pocos sabían reconocer. Gerald había dejado su informe esa misma noche, sin hacer ruido, sin tocar la puerta, como siempre. Él no necesitaba anunciarse; su presencia se sentía antes de que sus pasos tocaran el suelo. Tomé el sobre con cuidado, no por fragilidad, sino por hábito. Con Gerald todo era un mensaje. Gerald no daba puntada sin hilo. Nunca lo hizo. Desde el día en que le salvé la vida, supo pagar su deuda con una lealtad que, en ocasiones, se mezclaba con algo más turbio. Y yo, por supuesto, me lo permitía.
Abrí el sobre con la misma calma con la que se desactiva una bomba: sin prisas, sin temblores, con esa frialdad que se aprende a cultivar cuando entiendes que el miedo es tan inútil como un paraguas en medio de un incendio. El contenido era escueto, preciso, letal en su simplicidad. Isabel había llegado a Londres hace dos semanas. Se había instalado en una residencia discreta en Belgravia, una de esas casas con fachada de inocencia, techos altos y paredes que podrían ocultar cadáveres sin que nadie notara el olor.
Gerald había seguido sus pasos desde el aeropuerto, había fotografiado sus encuentros, grabado sus llamadas, interceptado sus correos. Todo estaba allí: nombres, horarios, movimientos. Ella había sido cuidadosa, pero nunca fue más lista que nosotros.
Apenas terminé de leer, la puerta se abrió con un susurro. No tocan antes de entrar, los fantasmas no necesitan pedir permiso, y Gerald… Gerald hace tiempo que dejó de ser un simple soldado.
Entró sin decir palabra, vestido de negro como si la oscuridad lo hubiera parido. Siempre se mueve como si le debiera algo al silencio, como si habitar el ruido lo hiciera vulnerable. Se acercó hasta mí y se detuvo a una distancia que rozaba lo íntimo, pero nunca lo cruzaba, como si ese espacio entre nosotros fuera un pacto que ninguno de los dos se atreviera a romper. Me miró con sus ojos verdes, esos ojos que nunca muestran remordimiento, solo cálculo. Yo no lo saludé. No lo necesitábamos. Nosotros hablamos con las ausencias.
Gerald era mi creación y, al mismo tiempo, mi herida más inexplicable.
Lo conocí en una operación fallida en Copenhague, hace tres años. Estaba del otro lado, infiltrado en una célula que había recibido órdenes de eliminar a uno de nuestros aliados. Fue un desastre desde el inicio. Había traidores en ambas filas y él acabó atrapado entre una pared y una bala que le rozó el cuello.
Podía haberlo dejado ahí. De hecho, debía hacerlo.
Pero cuando lo vi desangrándose con los dientes apretados y la mirada clavada en mí, sin rogar, sin siquiera parpadear, supe que ese hombre no estaba hecho para morir como un peón. Lo arrastré fuera del fuego. Le di refugio. Le ofrecí una opción: vivir sin preguntas a cambio de servir sin condiciones.
Y aceptó.
Desde entonces, Gerald se volvió mi sombra. No porque lo necesitara, sino porque él entendía. Había algo en su forma de mirar el mundo que me resultaba insoportablemente familiar. La decepción. El desarraigo. La rabia. No nos dijimos mucho las primeras semanas. Apenas lo indispensable. Pero a veces, en medio del silencio, nuestras respiraciones se acompasaban como si hubiéramos nacido con los mismos pulmones.