Una promesa de amor

CAPÍTULO 20: SANGRE EN LA MESA

Anabell Jones

Había olvidado lo asfixiante que podía ser el aire dentro del salón del consejo. El edificio había sido renovado hacía pocos años, pero las paredes seguían exudando la misma antigüedad de siempre, como si los pecados de generaciones enteras hubieran quedado adheridos al yeso, ocultos bajo capas de pintura blanca y molduras decorativas. Cada columna era testigo de pactos rotos, de lealtades fingidas, de traiciones vestidas de diplomacia. Y hoy, era mi turno de sentarme entre ellos.

Mi padre caminaba a mi lado. A pesar de nuestras diferencias, su sola presencia funcionaba como una especie de escudo. Sabía que estábamos en terreno enemigo, o al menos rodeados de aquellos que todavía nos veían como una familia fracturada. Nos saludaron con asentimientos breves, algunos sinceros, otros por mera cortesía. El ambiente se cubría con el eco de pasos medidos, del roce del cuero de las sillas al acomodarse, del murmullo diplomático que fingía neutralidad.

Los miembros del consejo se sentaban en forma semicircular, como si observaran un espectáculo. Yo odiaba ese formato. Detestaba sentirme expuesta al centro, como una figura a evaluar. Me senté al lado de mi padre.

Y entonces, él entró.

El sonido de los pasos de Erick Thompson no fue diferente al de los demás, pero mi cuerpo reaccionó con una tensión involuntaria. Su figura era la misma: postura firme, expresión medida, ojos que parecían juzgar todo sin emitir una sola palabra. Vestía un traje oscuro que le sentaba con exactitud quirúrgica. Caminó con calma hasta su asiento, cruzó su mirada con la mía por un segundo, y no me retiró la vista hasta que se sentó.

No bajé la mirada. No esta vez.

El presidente del consejo golpeó suavemente la mesa con el mazo de plata. La sesión comenzaba. Se hablaría primero de acuerdos menores, de territorios en disputa, de informes financieros. Era el preludio antes de lo verdaderamente importante.

La reunión avanzaba entre datos y cifras. Yo escuchaba. Observaba. Aceptaba que había cosas que no sabía. No me sentía excluida, sino expectante. El conocimiento no siempre viene de hablar, sino de saber cuándo callar. Y esta vez, había mucho que absorber antes de decir algo.

Hasta que, como era previsible, llegó la daga disfrazada de palabra.

—Es comprensible que la señorita Jones aún no esté en condiciones de asumir decisiones ejecutivas —dijo uno de los miembros, de edad avanzada, con un leve temblor en las manos y una voz que pretendía autoridad. Su apellido era Burnett. Conservador, tradicionalista, de los que nunca aceptaron del todo que una mujer pudiera tener poder sin que eso desestabilizara su virilidad.

Me giré hacia él con lentitud. No fue necesario fruncir el ceño ni elevar la voz. Bastaba con observarlo, bastaba con el silencio para que comprendiera que sus palabras no pasaban inadvertidas. Estaba lista para responder, incluso ensayaba en mi mente la forma más precisa de destruir su argumento sin perder la compostura... pero alguien me ganó.

—No recuerdo que el consejo votara sobre su capacidad de liderazgo —interrumpió Erick con calma. Su voz era firme, sin subir el tono, pero bastó para que todos guardaran silencio.

Burnett lo miró, desconcertado.

—Con el debido respeto, Thompson... —empezó a decir, pero Erick no le dejó terminar.

—Con el debido respeto, Burnett, si seguimos midiendo a nuestros líderes por el estado de sus heridas físicas en lugar de sus decisiones estratégicas, estaremos condenados a perder esta guerra. Anabell no solo sobrevivió a un atentado. Está aquí, sentada, consciente, escuchando, y con más entereza que muchos de los que solo han estado cómodos detrás de un escritorio.

El impacto fue inmediato. Un murmullo leve se movió entre los miembros, y mi padre giró el rostro hacia Erick, sin disimular su sorpresa.

Yo no dije nada. Pero algo en mi interior se movió.

Había defendido mi nombre, mi presencia. Lo hizo con una convicción que me descolocó más de lo que hubiera querido admitir.

No lo miré directamente. Me permití sonreír apenas, no fue por satisfacción. Fue porque, sentí que no estaba sola dentro de esa sala.

Nadie más quiso desafiar lo que Erick acababa de decir. Ninguno volvió a hablar de mi supuesta incapacidad.

La reunión continuó su curso después de aquella intervención inesperada. Él no me miró de nuevo, pero yo sí lo hice. Lo observé sin que se diera cuenta, en los pequeños momentos en que los demás hablaban, cuando tomaba notas o apenas asentía. Su lenguaje corporal era tan contenido como siempre, pero ahora yo podía ver la tensión detrás de sus gestos. No estaba tan en paz como fingía estar. Y eso, de alguna forma, me tranquilizaba.

Después de una hora más de informes, acuerdos y frases cuidadosamente medidas, el presidente del consejo cerró la sesión formal. Se abriría un espacio para conversaciones privadas. Yo sabía lo que significaba: negociaciones, promesas a medias, medias sonrisas.

Caminé hacia la mesa lateral donde habían dispuesto copas de cristal, vino blanco, algo de fruta y pequeños bocados que nadie tocaba realmente. Tomé una copa sin mirar a nadie en particular. La sentí fría entre los dedos. Estaba por dar un sorbo cuando noté su sombra acercarse.

—¿Sigues sin dormir bien? —preguntó, sin rodeos.

—¿Acaso alguien duerme bien en esta ciudad? —respondí con una leve sonrisa, sin voltear del todo.

—No cuando las pistolas te apuntan —murmuró. Su tono no tenía lástima. Solo constatación.

Lo miré por fin. Había algo en sus ojos que no era exactamente tristeza. Me permití bajar un poco las defensas.

—He tenido días mejores —dije—. Pero también peores. Supongo que eso ya es un avance.

—Lo siento por Marcus —agregó.

Y no lo dijo con la fórmula hueca de quien repite lo que se espera, sino con la carga precisa de quien entiende la pérdida en carne propia.




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