Anabell Jones
El departamento estaba en silencio, pero no era un silencio cómodo; era el tipo de silencio que presiona, que obliga a enfrentarte contigo misma y con lo que acabas de vivir.
Me dejé caer en el sofá, abrazando las piernas contra mi pecho, intentando contener el torbellino de emociones que me consumía. La visita de Erick aún vibraba en mi mente, cada gesto, cada palabra, cada silencio… todo parecía multiplicarse dentro de mí. Confusión, ira, miedo, alivio… sentimientos que no sabía cómo ordenar, que se mezclaban y chocaban como olas contra un acantilado.
Lo primero que vino a mi mente fue su mirada. No era solo preocupación; había algo más profundo, casi humano, detrás de su fachada calculadora.
Algo que me hizo sentir expuesta, vulnerable, aunque él no lo supiera. Y, aun así, ahí estaba yo, intentando descifrar cada gesto, cada palabra, cada pausa, preguntándome qué se ocultaba detrás de su autocontrol.
—¿Por qué siempre tiene que ser tan complicado? —susurré, mi voz temblorosa rompiendo apenas el eco de mis pensamientos.
Intenté ordenar mi mente, pero los recuerdos comenzaron a invadirme con fuerza.
Erick estaba recostado en el sofá, una ligera sonrisa dibujada en el rostro, y yo no podía dejar de mirarlo. Cada línea de su rostro parecía grabada en mi memoria, como si siempre hubiera pertenecido allí.
—Nunca pensé que estaríamos así —dije, con un hilo de voz, y me senté a su lado, dejando que nuestras piernas se rozaran apenas—. Tan cerca… y al mismo tiempo, siento que hay tanto que no nos atrevemos a decir.
—Tal vez no sea miedo a decirlo… sino miedo a sentirlo —respondió él, girándose para mirarme con intensidad—. No quiero que esto se rompa antes de que siquiera comience.
Sus palabras me hicieron estremecer. Había algo en la forma en que me veía, en la manera en que sus ojos buscaban los míos, que me hacía sentir entendida, completa. Sin pensar demasiado, dejé que mi mano encontrara la suya, entrelazando los dedos con suavidad, casi con miedo de romper el momento. Él apretó la mano apenas, con un gesto lento y firme que me decía todo lo que no se atrevían a decir nuestras voces.
—Anabell… —susurró, y su voz sonó más vulnerable de lo que jamás lo había oído—. No puedo dejar de mirarte así… como si todo lo demás dejara de importar.
Mi corazón latía con fuerza, y sentí cómo se me subía un calor agradable al pecho. Me acerqué un poco más, y él no retrocedió. Estuvimos allí, compartiendo un silencio que estaba cargado de promesas no dichas y de emociones intensas. Y entonces, sin necesidad de palabras, inclinó su rostro hacia el mío, y esta vez el beso fue largo, cálido, lleno de ternura y de todo el deseo que habíamos contenido. No había prisas, no había torpeza; solo dos almas jóvenes que finalmente se encontraban, que finalmente se permitían sentir sin miedo.
Nos separamos suavemente, con la frente apoyada contra la suya, respirando juntos, dejando que el momento nos envolviera. Sus ojos me decían lo que aún no podíamos decir en palabras: cuidado, temor, pasión y una certeza silenciosa de que estábamos destinados a complicarnos la vida mutuamente.
—No sé qué pasará mañana… ni después —dijo él, acariciando mi mejilla con delicadeza—. Pero esta noche… esta noche somos solo nosotros.
Asentí, y una sonrisa se dibujó en mis labios, pequeña pero genuina. Por un instante, pude olvidar todo lo demás, olvidar el mundo exterior, la familia, la organización, el peligro. Solo éramos nosotros, juntos, y eso bastaba para sentir que, por un segundo, todo estaba bien.
Me levanté y caminé hasta la ventana. La ciudad estaba iluminada, silenciosa, ajena a mi caos interior. Miré hacia las luces lejanas, intentando encontrar claridad entre tanto desorden mental. Pero no había claridad; solo preguntas, incertidumbre y el latido constante de mi corazón recordándome que debía decidir, que debía actuar.
Recordé la última vez que realmente confié en alguien: Keiran. La forma en que sonreía antes de desaparecer, los planes que compartimos, la traición que terminó con él… Y luego Erick, que aparecía en mi vida con esa combinación de amenaza y salvación, me recordaba que no hay decisiones fáciles, y que incluso el instinto más fuerte puede ser manipulado por el miedo y la necesidad.
—Si dejo que esto me consuma… terminaré perdiendo el control otra vez —susurré, intentando imponer orden en el caos de mis pensamientos.
El miedo se mezclaba con la ira y con la necesidad de control. Quería manejarlo todo, quería sentir que no necesitaba a nadie, que podía protegerme sola. Pero la evidencia era clara: necesitaba la alianza, y Erick era, por mucho que quisiera negarlo, la pieza más sólida para mantenerme a salvo. No por cariño, no por confianza ciega; por estrategia, por supervivencia.
Di unos pasos hacia la mesa de centro, tomé una copa de agua y la sostuve entre mis manos. El frío del vidrio apenas lograba calmar la tormenta interna. Pensé en la propuesta de alianza: no era una muestra de afecto, ni una promesa vacía; era un movimiento calculado, una jugada estratégica que podía salvarme o condenarme según cómo la manejara. Y, aun así, sentí que era lo más sensato.
Un flashback me golpeó con fuerza.
El cielo estaba gris, pero en mi pecho ardía un fuego que no podía contener. Cada maleta que cargaba estaba llena de recuerdos que quería dejar atrás y de sueños que aún no entendía del todo. Caminé por el aeropuerto de Londres con paso firme, aunque por dentro sentía un vacío que ni los aviones ni los paisajes podían llenar de inmediato.
Mi primer destino fue París. Las luces de la ciudad me recibieron con un frío elegante, con cafés llenos de aromas y risas ajenas que me hicieron sentir pequeña y, a la vez, infinitamente libre. Me perdí en calles empedradas, en mercados callejeros, en museos donde cada cuadro me hablaba de vidas que no eran la mía, pero que despertaban algo dentro de mí. Allí, entre la multitud, respiré por primera vez sin la presión de un apellido, sin la sombra constante de responsabilidades que aún no podía aceptar.