Una promesa de amor

Capítulo 20: Promesa para toda la vida.

Anabell Jones

El aire de la mañana me golpeó en el rostro como un recordatorio cruel de que el mundo seguía girando mientras yo permanecía atrapada en las paredes de mi departamento durante tres días. Tres días en los que había visto el sol únicamente a través de los ventanales, en los que había trabajado desde casa fingiendo normalidad en las videollamadas.

Aquella rutina forzada de aislamiento me había dado la ilusión de seguridad, pero también había sido una prisión invisible que me consumía poco a poco. Y ahora, al cruzar la puerta y escuchar el clic de la cerradura tras de mí, sentí que no era libertad lo que recuperaba, sino un nuevo tipo de peso: la certeza de que ya no podía seguir escondiéndome.

El auto me esperaba en la entrada del edificio. Los guardaespaldas no dijeron nada, solo me abrieron la puerta con ese silencio cargado que habla más que cualquier frase. Sabían que salir después de un atentado era casi una provocación, un riesgo innecesario; pero también sabían que no podían detenerme.

Mientras el coche se ponía en marcha, mi reflejo en la ventana me devolvió una imagen que casi no reconocía: ojeras marcadas, la piel demasiado pálida, la mirada cansada pero firme.

El trayecto hacia la empresa se sintió interminable. Londres estaba gris, como siempre, pero había algo distinto en la forma en que las calles se desplegaban ante mí, como si cada edificio fuera un testigo silencioso de mi decisión.

Cuando llegué al edificio, sentí que el corazón me golpeaba en las costillas con una fuerza inhumana. El ascensor me llevó hasta la planta donde sabía que estaría Adriel. Al abrirse las puertas, lo vi de inmediato: estaba de pie junto a la mesa de trabajo, con planos desplegados frente a él, una taza de café olvidada a un lado y esa expresión de concentración que tanto lo caracterizaba.

Cuando levantó la vista y me vio, sus ojos reflejaron primero alivio y luego desconfianza. No hizo falta que dijera nada; su silencio fue suficiente para comprender que esperaba explicaciones.

—Vaya —murmuró, rompiendo la tensión con una voz más fría de lo que me hubiera gustado—. Así que decidiste salir de tu cueva.

Respiré hondo antes de acercarme. No tenía fuerzas para juegos sarcásticos ni para evasivas.

—Adriel, necesito hablar contigo —dije, y mi voz sonó más firme de lo que me sentía.

Él me observó unos segundos, como si intentara leerme, como si buscara señales de debilidad en cada gesto. Finalmente dejó el bolígrafo sobre la mesa y se cruzó de brazos.

—Te escucho.

Me acerqué lo suficiente para que no hubiera necesidad de elevar la voz, pero sin sentarme. Necesitaba mantenerme de pie, como si eso pudiera darme más valor.

—He tomado una decisión —dije, sabiendo que no había vuelta atrás—. Voy a renunciar a mi lugar como heredera.

El silencio que siguió fue espeso, casi irrespirable. Adriel parpadeó lentamente, procesando mis palabras, y luego soltó una risa corta, incrédula.

—¿Qué demonios estás diciendo? —preguntó, su tono más agudo que antes—. ¿Después de todo lo que pasó? ¿Es por el atentado?

Tragué saliva. Sabía que esto iba a ser difícil, pero no estaba preparada para la intensidad de su reacción.

—Lo digo en serio, Adriel. No puedo seguir con esto. No cuando sé lo que viene.

Su mandíbula se tensó y dio un paso hacia mí.

—Entonces explícame. Porque quiero creer que no estás hablando en serio, pero si lo estás, necesito entender por qué.

Tomé aire, cerré los ojos un segundo y solté lo que llevaba guardando desde que recibí la propuesta.

—Porque voy a casarme con Erick.

El golpe fue inmediato. Vi cómo la expresión de Adriel se quebraba entre sorpresa y rabia contenida.

—¿Qué…? —balbuceó, y la incredulidad lo dejó sin palabras durante unos segundos—. ¿Thompson? ¿El mismo Erick que…?

—Sí —lo interrumpí, con un hilo de voz que aún así sonó contundente—. Con él. Y tú sabes lo que significa. Dos herederos no pueden casarse. Si lo hago, debo renunciar.

La tensión en la sala creció como una tormenta. Adriel se pasó una mano por el cabello, caminó de un lado a otro y luego me miró con los ojos encendidos.

—¿Y lo vas a hacer por amor? ¿O porque te convenció con sus promesas de poder?

Quise responder de inmediato, pero las palabras se atascaron en mi garganta. No era tan simple. No era ni lo uno ni lo otro. Era miedo, era esperanza, era necesidad de creer que en medio de todo el caos había una salida.

—Lo hago porque es la única manera de mantenernos a salvo —dije finalmente, clavando la mirada en él—. La alianza no se trata solo de mí. Se trata de todos.

El silencio que siguió a mis palabras se convirtió en un cuchillo invisible que nos atravesó a los dos.

Adriel me miraba como si acabara de escuchar la traición más grande, y por un instante temí que me odiara por la decisión que estaba tomando. Sus labios temblaron antes de pronunciar palabra, pero la rabia se adelantó a cualquier razonamiento.

—¿Tú te das cuenta de lo que estás diciendo? —su voz fue un rugido contenido, como si no quisiera que nadie fuera de estas paredes pudiera escucharnos—. ¡Es una locura, Anabell! ¡Es Thompson! ¡Es uno de ellos! ¿Sabes lo que significa?

Me crucé de brazos, no para defenderme de sus acusaciones, sino para sostenerme en pie frente al huracán que era mi mellizo. —Claro que lo sé. Por eso te lo digo ahora.

La incredulidad en sus ojos se transformó en furia pura. Dio un golpe sobre la mesa, y los planos se desordenaron como si también fueran víctimas de su enojo.

—¿Y todo lo que juraste? ¿Todo lo que dijiste en el hospital, frente a Andrew? ¿La memoria de Keiran? ¿Lo vas a tirar por la borda porque Thompson te lo pidió?

Ese nombre —Keiran— me atravesó con un dolor que no podía disimular. Mi mellizo no entendía que yo no lo hacía por rendición, sino por estrategia, por sobrevivir a un juego que ya estaba demasiado contaminado. Cerré los ojos un segundo y respondí con voz baja, pero firme:




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