Anabell Jones
El sábado amaneció gris, como casi todos los días en Londres, pero había algo distinto en el aire. Tal vez era la calma engañosa de esas mañanas en las que la ciudad parecía detenerse un segundo, antes de volver a rugir. El reloj marcaba las nueve y media cuando abrí los ojos, y me costó un momento recordar que no tenía ninguna reunión urgente, ninguna cita marcada con precisión quirúrgica en la agenda.
Era sábado.
El sol apenas intentaba asomarse entre las nubes, pintando de un tono pálido los edificios que se veían desde la ventana de mi habitación. Me quedé un rato ahí, recostada entre las sábanas, escuchando el murmullo de la ciudad filtrarse por el vidrio.
Por un momento, me permití imaginar que llevaba una vida distinta. Que el sábado significaba simplemente café caliente, un paseo por el mercado de flores de Columbia Road, quizás un desayuno tranquilo en alguna cafetería escondida.
Suspiré y me incorporé lentamente, estirando los brazos. El espejo del tocador me devolvió una imagen que todavía me costaba reconocer: ojos cansados, ojeras marcadas, el cabello revuelto en mechones rebeldes.
Encendí el teléfono que había dejado sobre la mesita de noche. Dos notificaciones me llamaron la atención de inmediato. Una de ellas era un recordatorio de calendario: Cumpleaños. El corazón me dio un vuelco.
La otra notificación era un mensaje de Lena.
Lena: Buenos días. No te asustes si no me ves. Estoy en Nápoles por asuntos personales. Te contaré todo cuando llegue. Pronto estaré ahí, te lo prometo.
Me mordí el labio, leyendo y releyendo el texto. Lena nunca era de dar explicaciones vagas; si decía asuntos personales era porque realmente no quería que nadie supiera más. Pero la promesa de que hablaríamos cara a cara me dio una extraña calma.
Le respondí después de unos segundos.
Yo: Me asustas un poco con eso de Nápoles, pero confío en ti. Escríbeme cuando tengas un momento. Aquí todo es un caos, ya te contaré. Te espero.
El doble check azul apareció enseguida, aunque no hubo respuesta. Sonreí apenas.
Dejé el teléfono sobre la cama, me levanté y caminé hacia la cocina del departamento. Preparé café, escuchando el burbujeo lento de la cafetera. El aroma llenó el espacio, cálido y amargo, y por un momento logré engañar a mi cuerpo haciéndole creer que todo era normal. Me serví una taza, me senté junto a la ventana y dejé que el calor se deslizara por mi garganta.
El teléfono vibró otra vez. Esta vez no era Lena. El nombre que apareció en la pantalla me hizo sonreír de verdad: Deina.
Contesté de inmediato.
—Buenos días —dije, aún con la voz un poco adormilada.
—¡Por fin! —escuché al otro lado, la voz de mi prima cargada de dramatismo fingido—. Pensé que estabas muerta, Anabell. ¿Qué clase de persona se levanta a estas horas un sábado?
Reí, apoyando la frente contra mi mano. Solo eran las 10am.
—La clase de persona que tuvo una semana infernal, Deina.
—Todas nuestras semanas son infernales —intervino otra voz, más suave, más serena. Kat.
Me acomodé mejor en la silla, sintiendo el calor de la taza en mis manos.
—¿Están juntas? —pregunté.
—Sí —respondió Deina—. Kat vino anoche. Hicimos una maratón de películas y comimos helado. Cosas normales, ¿recuerdas lo que es eso?
Rodé los ojos, aunque no pudieron verlo.
—Claro que lo recuerdo. Me da gusto que ustedes aún puedan hacerlo.
Kat rió suavemente.
—Tú también podrías. No todo tiene que ser guerra y planes.
No respondí de inmediato. Me quedé mirando las gotas de lluvia resbalando por el vidrio.
—En mi caso, sí tiene que serlo —susurré.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea, hasta que Deina lo rompió con su energía habitual.
—Bueno, dejemos de hablar de cosas deprimentes. Queríamos llamarte porque… bueno, ya sabes qué fecha se acerca.
Un nudo se formó en mi estómago.
—Cumpleaños —murmuré.
—Exacto —dijo Deina—. El tuyo y el de Adriel. ¿Ya sabes qué vas a hacer?
Cerré los ojos un instante.
—No lo sé. Supongo que Adriel asistirá a la fiesta que organiza el consejo. Yo no quiero asistir, pero capaz me vea obligada a ir. Todo están agobiante…. Ojalá fuera tan simple como elegir un vestido y una torta.
Kat suspiró al otro lado.
—Nunca lo es con ustedes, los Jones.
Deina intervino rápido, como si quisiera mantener el tono ligero.
—Mira, no te presiones. Sabemos que ese día va a estar lleno de… bueno, ya sabes, gente importante, discursos, esas cosas que no tienen nada de divertido. Pero también es tu cumpleaños. Al menos prométeme que dejarás que te compremos un pastel.
—¿Van a venir por mí cumpleaños? —pregunte con un deje de emoción.
Quería, más bien necesitaba que ellas dos estuvieran conmigo ese día.
—¿Acaso lo dudas? —pregunto Deina con una sonrisa —No nos perderíamos nunca ese día. Así me toque paralizar el mundo para estar contigo. ¿Promesa?
Reí, pese a mí misma. —Promesa.
Kat se unió a la risa, y por unos minutos hablamos de cosas simples: vestidos, colores, recuerdos de cumpleaños pasados. Me contaron cómo cuando teníamos veinte y que yo en medio de una borrachera insistí en que quería un pastel con forma de castillo, y cómo Deina y yo terminamos peleándonos porque ella lo derrumbó antes de que pudiera soplar las velas.
La conversación se alargó más de lo que esperaba. Con Kat, siempre encontraba una calma que me era difícil obtener en otros lugares. Con Deina, en cambio, la energía era contagiosa, un recordatorio de que aún existían risas posibles en medio de tanta oscuridad.
Al final, cuando ya llevábamos casi una hora hablando, Kat cambió el tono de su voz.
—Anabell… ¿estás lista para lo que vendrá?
Tragué saliva, la sonrisa desvaneciéndose. Si ella lo estaba preguntando, era porque ya tendría que estar al tanto de lo que pasaba, por lo menos de lo básico.