Anabell Jones
El miércoles amaneció con ese aire plomizo que Londres parecía empeñado en ofrecerme cada vez que intentaba reconciliarme con la ciudad. El cielo era una manta gris que cubría los edificios y apagaba cualquier intención de alegría. Tal vez era una broma del destino: justo el día en que debía concentrarme en preparar la celebración de mi cumpleaños, la ciudad lucía como si estuviera de luto.
La ironía me arrancó una sonrisa amarga mientras bajaba del coche y avanzaba hacia el salón donde me esperaban. No era un cumpleaños cualquiera, nunca lo había sido para los que pertenecíamos a esta vida, y mucho menos ahora que mi regreso lo había convertido en un espectáculo que todos esperaban con ansias disfrazadas de cortesía.
Siete años. Siete cumpleaños había pasado lejos de esta maquinaria, lejos de las flores dispuestas en exceso, de los vinos seleccionados como si de ello dependiera la vida misma, de los saludos falsos, de los discursos predecibles. Siete años sin escuchar a nadie felicitarme más que con la espontaneidad de quienes no tenían idea de lo que significaba ser una Jones. Y ahora estaba aquí, como si nada de eso hubiera pasado.
Adriel ya estaba en el salón cuando entré. Estaba inclinado sobre una mesa cubierta de telas de distintos tonos. Movía las manos con brusquedad, como si cualquier contacto con esas muestras fuera una tortura. Cuando levantó la mirada hacia mí, rodó los ojos con teatralidad.
—Llegas tarde —murmuró, aunque su tono no tenía reproche real.
—No me mientas, Adriel —respondí, dejando mi bolso a un lado y acercándome a la mesa—. Tú tampoco querías llegar temprano.
Él sonrió de lado —Creí que, si empezaba antes, terminaría antes —suspiró, pasando los dedos por una tela color marfil—. Me equivoqué.
Me incliné sobre la mesa y dejé que mis ojos recorrieran los catálogos abiertos: flores blancas, dorados en exceso, copas de cristal tallado, invitaciones impresas en papeles que parecían más caros que la mayoría de las casas en las que había vivido durante mi exilio. Todo me resultaba asfixiante, como si estuviera atrapada en una jaula lujosa, rodeada de barrotes invisibles.
—Siempre igual —murmuré, apenas para mí misma—. Nada ha cambiado.
Adriel arqueó una ceja. —¿Esperabas que después de años decidieran celebrar con pizza y cerveza?
Lo miré con seriedad.
—Hubiera sido un milagro.
Nos reímos al mismo tiempo, aunque la risa murió rápido. Esa complicidad siempre estaba ahí, pero lo que nos rodeaba pesaba demasiado, como una sombra que nunca nos abandonaba.
Pasamos más de una hora discutiendo colores. Los organizadores insistían en combinaciones que rozaban lo ridículo, y Adriel los despachaba con frases secas que lograban callarlos un par de minutos. Yo me limitaba a asentir o a negar, intentando no pensar demasiado en el hecho de que estaba eligiendo la decoración de una fiesta que no deseaba.
Cuando llegó el turno de las invitaciones, me sentí aún peor. Las tarjetas eran pequeñas obras de arte: caligrafía dorada, bordes en relieve, sellos lacrados. Era como enviar un recordatorio de que estábamos obligados a aparentar perfección. Tomé una entre mis dedos y sentí el peso del papel grueso, frío, inútil.
—No puedo creer que estemos haciendo esto —dije, dejando la invitación sobre la mesa con un golpe suave—. Después de todo, volvemos a lo mismo.
Adriel me observó en silencio un momento. Su mirada era más seria de lo normal, como si hubiera algo que no terminaba de decidir si debía decir o no. Luego suspiró y apoyó los codos sobre la mesa.
—Créeme, yo tampoco lo creo. Pero nos toca. La organización espera esto, y lo último que necesitamos ahora es darles un motivo para cuestionar nuestra posición.
Me tensé. No necesitaba que me recordara lo frágil de nuestra situación. Cada paso que daba desde mi regreso estaba siendo analizado, medido, juzgado. Cada palabra podía volverse en mi contra. Era como caminar sobre un campo minado.
—A veces pienso que debería mandar todo al demonio —confesé, sin mirarlo—. Desaparecer otra vez.
—No digas eso, Anabell. —Su voz sonó cortante, pero no por enojo, sino por miedo—. Ya no estamos en condiciones de huir. Y tú menos que yo.
Lo miré fijamente. Adriel evitó mi mirada durante unos segundos, hasta que finalmente se obligó a sostenerla.
—¿Qué estás ocultando? —pregunté con cautela.
Él dudó. Se pasó una mano por el cabello, un gesto que hacía siempre que estaba nervioso, y luego se inclinó hacia mí, bajando la voz.
—Ya tengo los nombres.
Mi corazón dio un vuelco. —¿Qué nombres?
—Los de las personas que están colaborando con ella —escupió la palabra como si le quemara la lengua—. Con mamá.
El aire pareció volverse más denso de golpe.
—¿Estás seguro?
Asintió con firmeza. —Lo suficiente. Pero no tengo las pruebas aún. Estoy trabajando en eso.
Me llevé una mano al rostro, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Sabía que Isabel seguía teniendo aliados, pero tener nombres, tener rostros, lo convertía en algo real, tangible, peligroso.
—¿Quiénes son? —pregunté al fin, aunque mi voz sonaba quebrada.
Adriel negó con la cabeza.
—No todavía. No quiero decir nada hasta tener pruebas. No puedo arriesgarme a que pienses que estoy inventando o que nos precipitemos. Pero cuando las tenga… —Se interrumpió y apretó la mandíbula—. Cuando las tenga, te lo contaré todo.
El silencio que siguió fue pesado, lleno de recuerdos y heridas abiertas. Isabel. El nombre por sí solo era suficiente para que mi pecho se cerrara como si alguien me estuviera estrangulando desde dentro. Ella había sido la raíz de demasiados dolores, demasiadas pérdidas. Y ahora, incluso después de todos estos años, seguía ahí, como un veneno que se negaba a desaparecer.
Me obligué a respirar hondo.
—Entonces muéstrame cuando lo tengas. Quiero verlo con mis propios ojos.