Una promesa de amor

Capítulo 25: Compras y revelaciones.

Anabell Jones

La luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas claras de mi habitación, bañando el suelo con tonos dorados que parecían invitarme a empezar el día con calma. Me giré en la cama, estirándome perezosamente, sintiendo ese raro alivio de no tener que correr hacia la oficina ni enfrentar juntas interminables. El viernes había llegado como un regalo, y más que un simple día libre, era la excusa perfecta para algo que llevaba postergando: buscar el vestido para mi cumpleaños.

El murmullo de voces y risas llegó desde la cocina. Me tomó apenas unos segundos reconocerlas: Kat y Deina. Desde el miércoles que habían llegado, la casa ya no era el espacio silencioso que había sido; ahora estaba llena de movimiento, de pasos desordenados, de música que sonaba en cualquier momento y de conversaciones que parecían no terminar nunca.

Me acostumbré tan rápido a esa calidez que me costaba imaginar cómo volvería a ser cuando ellas regresaran a sus rutinas.

Me levanté despacio, recogí mi cabello en un moño improvisado antes de salir de la habitación. El aroma del café recién hecho me guió hasta la cocina, donde encontré a Kat con el cabello recogido en una coleta alta, bailando frente a la cafetera como si la vida fuera una canción que sólo ella escuchaba. Deina, en cambio, estaba sentada en una de las sillas, hojeando una revista y riendo cada tanto de las ocurrencias de mi prima.

—Buenos días, dormilona —me saludó Kat apenas me vio entrar, con esa sonrisa descarada que siempre lograba arrancarme otra, aunque no quisiera.

—Buenos días —respondí, dejando escapar una risa suave—. Veo que alguien ya tomó demasiado café.

—Yo solo me cargo de energía para lo que nos espera hoy. —Kat dio una vuelta dramática, casi derramando la taza en su mano.

—¿Y qué es lo que nos espera exactamente? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Fue Deina quien dejó la revista a un lado y me miró con esa seriedad dulce que siempre llevaba consigo.

—Hoy vamos a buscar tu vestido. Y no, no hay excusas.

Tragué saliva, más consciente de lo que implicaban sus palabras de lo que me gustaría admitir. Celebrar mi cumpleaños ya no era lo mismo desde hacía años. La fecha venía siempre acompañada de recuerdos dolorosos, de un vacío imposible de llenar. Pero ellas estaban aquí, y tal vez por eso la idea de vestirme para una celebración no me resultaba insoportable.

—Está bien —acepté, sirviéndome café—. Pero quiero advertirles algo: si terminamos en diez tiendas distintas y no encontramos nada, la culpa será de ustedes por insistir.

Kat arqueó una ceja con aire teatral. —Querida prima, encontraremos el vestido perfecto. Y si no está en Londres, lo inventamos.

Intenté protestar, pero ya era inútil. Y quizá, en el fondo, no quería hacerlo.

Deina río, negando con la cabeza, mientras yo me dejaba contagiar por la ligereza del momento.

Después de desayunar juntas —tostadas, fruta fresca y la segunda ronda de café que Kat juraba necesitar para sobrevivir— nos alistamos para salir. Me puse un abrigo ligero y unos botines cómodos, consciente de que nos esperaba una larga jornada de caminar y entrar y salir de tiendas.

Salimos de casa poco antes del mediodía. Londres nos recibió con un cielo claro, apenas surcado por algunas nubes. Kat hablaba sin parar, emocionada por la idea de recorrer boutiques, mientras Deina hacía comentarios irónicos sobre cada escaparate que veíamos. Yo, en silencio, observaba la ciudad.

Kat caminaba unos pasos adelante, señalando cada tienda como si todas fueran potenciales tesoros escondidos. Deina y yo la seguíamos, compartiendo miradas cómplices cuando su entusiasmo se volvía demasiado exagerado.

La primera tienda que visitamos tenía un aire elegante, con maniquíes en vitrinas que parecían modelos de revista. Los vestidos colgaban impecables, ordenados por tonos que iban del blanco al negro pasando por una gama infinita de colores.

—Aquí encontraremos algo, lo presiento —dijo Kat, casi arrastrándome hacia un perchero lleno de telas brillantes.

Probé uno, luego otro. Los espejos de los probadores devolvían una imagen que a veces me costaba reconocer: una mujer que había dejado atrás a la niña insegura, pero que aún no terminaba de reconciliarse con la mujer en la que se había convertido. Kat no dejaba de opinar en voz alta, mientras Deina, más prudente, esperaba a que yo pidiera su opinión.

—Ese rojo te queda increíble —insistió Kat, aplaudiendo como si hubiera encontrado la joya de la corona.

—Parezco lista para una alfombra roja, no para una cena —repuse, rodando los ojos.

Deina se levantó de la silla donde esperaba y se acercó.

—Es bonito, sí, pero no sé si es tú. Creo que buscas algo más que impresione, pero también te haga sentir cómoda.

La miré en el espejo y asentí. Esa era la diferencia entre ellas: Kat quería espectáculo, brillo, impacto; Deina pensaba en mí, en lo que realmente necesitaba.

Seguimos recorriendo tiendas, cada una con su propio estilo. Entre risas, comentarios y fotos que Kat insistía en tomar para documentar la odisea, las horas se nos escaparon sin que me diera cuenta.

Fue en una boutique más pequeña, casi escondida entre dos grandes almacenes, donde lo encontré. Un vestido dorado profundo, de tela ligera que caía con elegancia y se movía con cada paso. No era estridente, pero tampoco pasaba desapercibido. Tenía un corte elegante, sencillo, con un escote en V delicado y una caída que me recordaba al movimiento del agua.

Me lo probé en silencio, y cuando me vi en el espejo, sentí un nudo en la garganta.

Kat entró de golpe en el probador y abrió los ojos como platos.

—¡Ese! —gritó, sin siquiera esperar a que yo hablara—. Ese es el vestido, Anabell. Te ves... increíble.

Deina se asomó detrás y sonrió con ternura. —Sí, definitivamente es el indicado.

Me miré en el espejo. La tela abrazaba mis curvas sin exagerar, el color resaltaba mis ojos y mi piel. Por un segundo, vi a una Anabell que no estaba rota, que no llevaba cicatrices invisibles. Una Anabell que aún podía brillar.




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