Anabell Jones
Abrí los ojos lentamente, sintiendo el peso de la mañana. El silencio del departamento estaba apenas roto por la respiración tranquila de Kat, que dormía a mi lado, enredada todavía en las sábanas. Su cabello oscuro le cubría la mitad del rostro y me dieron ganas de sonreír, aunque la sonrisa no terminó de formarse. El calendario marcaba un día que siempre dolía más de lo que alegraba.
Me levanté con cuidado de no despertarla, buscando el calor de la bata que había dejado sobre la silla. Mientras caminaba hacia la sala, los recuerdos comenzaron a envolverme como un perfume que nunca terminaba de irse. Cumpleaños pasados: las risas de Keiran, las velas que apagábamos juntos, la manera en que siempre se las ingeniaba para que yo tuviera un detalle, por mínimo que fuera. Los ecos de esas memorias me siguieron hasta el sofá, donde me dejé caer en silencio.
No sé cuánto tiempo estuve perdida ahí, mirando el vacío, abrazada por esa mezcla de nostalgia y dolor que me acompañaba todos los años. Los cumpleaños se habían vuelto recordatorios crueles de lo que ya no tenía.
El teléfono vibró sobre la mesa. Lo miré incrédula.
Contesté, con la voz ronca. —¿Qué pasa?
—¿Estás en tu departamento? —preguntó sin rodeos.
—Sí... ¿por qué? —mi ceño se frunció de inmediato.
Hubo una pausa breve antes de escuchar su respuesta.
—Qué bueno... porque estoy afuera. Ábreme.
Mi corazón dio un vuelco que no supe cómo controlar. Me levanté despacio, con los dedos temblando apenas, y caminé hasta la puerta. Cuando la abrí, el aire se me quedó atrapado en el pecho.
Erick estaba ahí, de pie en el umbral, sujetando con una mano una pequeña torta que llevaba velas rojas clavadas con cuidado, y con la otra un manojo de globos azules que se mecían suavemente con la brisa de la mañana. A su lado, un poco más tímida, Anhne sostenía un pequeño ramo de rosas rojas.
El corazón me golpeaba el pecho como si quisiera salirse, y durante unos segundos no supe qué decir. Lo observaba como si hubiera pasado una vida desde la última vez que lo vi tan cerca, tan tangible.
Erick no dijo nada al principio. Solo me miró, con esa intensidad silenciosa que siempre me desarmaba. Sus ojos tenían un brillo extraño, una chispa de emoción contenida que se disfrazaba de calma, pero que yo conocía demasiado bien.
Entonces, fue la voz pequeña y dulce de Anhne la que rompió el silencio:
—Feliz cumpleaños, Ana.
Mi garganta se cerró. Sentí que las lágrimas me quemaban los ojos y tuve que morderme el labio inferior para no derrumbarme ahí mismo, frente a los dos.
—Gracias... —alcancé a murmurar, con una sonrisa temblorosa, mirando a la niña.
Abrí un poco más la puerta y di un paso atrás para dejarles pasar. Erick cruzó primero, con los globos rozando el marco, y detrás de él entró Anhne, sujetando el ramo con ambas manos como si fuera un tesoro. La sala estaba en penumbra, iluminada apenas por la luz tenue que se colaba entre las cortinas, y de pronto la presencia de ellos dos lo llenó todo.
Erick fue directo a la mesa de centro y colocó la torta con cuidado. El encendedor brilló entre sus dedos, y el chasquido metálico resonó como un eco en mi pecho. Una a una, las velas rojas cobraron vida, diminutas y titilantes, bañando el ambiente con un resplandor cálido que parecía sacado de otro tiempo.
Me quedé de pie, observando las llamas con un nudo en la garganta. Era imposible no recordar.
Cumpleaños en los que Keiran me abrazaba antes incluso de que pudiera soplar las velas, prometiendo que este año me protegería más que el anterior. Cumpleaños en los que Erick me miraba desde un rincón, como si no quisiera robar protagonismo, pero siempre estaba allí, esperando el momento en que yo lo buscara con la mirada.
Ahora, en el presente, las dos figuras más poderosas de esos recuerdos se mezclaban en uno solo: Erick, de pie frente a mí, con los globos en la mano y esa mirada fija que me atravesaba sin piedad.
—Vamos —dijo en voz baja, casi un susurro —. Pide un deseo.
Tragué saliva y cerré los ojos. ¿Qué podía pedir, después de tanto? No pedí nada específico, solo algo que se parecía a la esperanza, aunque ni siquiera supiera cómo definirla.
Soplé. Las velas se apagaron de golpe, y el humo que ascendía en espirales me llevó directo al pasado, a esas risas, a esos abrazos que ya no volverían.
Cuando abrí los ojos, Erick seguía mirándome. Sus facciones iluminadas por el humo tenue parecían más suaves, más humanas. No dijo nada al principio; simplemente dejó el pastel a un lado, dio dos pasos hacia mí y, antes de que pudiera reaccionar, me envolvió en sus brazos.
El contacto fue devastador. El calor de su cuerpo contra el mío, el modo en que su barbilla rozó apenas mi cabello, y ese olor inconfundible de su perfume – una mezcla de madera con menta – me devolvieron a todos los momentos que había intentado enterrar.
—Feliz cumpleaños, Tormenta —murmuró en mi oído, con una voz baja que me estremeció hasta los huesos.
Sentí que las lágrimas se acumulaban peligrosamente en mis ojos. No quería llorar, no frente a él, no en ese momento. Pero el abrazo me sostuvo en un lugar del que no quería salir, aunque supiera que lo correcto era apartarme.
Anhne se quedó a un lado, observándonos con una sonrisa pequeña, como si entendiera más de lo que debía. El abrazo se deshizo lentamente, aunque dentro de mí algo quería aferrarse un poco más a ese calor.
Apenas tuve tiempo de apartar la mirada de Erick cuando escuché pasos detrás de mí.
—¿Qué...? —La voz de Kat cortó el aire con filo.
La encontré de pie, apoyada en el marco del pasillo. Su cabello castaño estaba revuelto, señal de que se había quedado dormida sin preocuparse por nada, pero su mirada estaba más despierta que nunca. Sus ojos azules, se posaron primero en mí y luego se clavaron en Erick como si fueran un disparo.