Una promesa de amor

Capítulo 27: Feliz cumpleaños Prt.2.

Anabell Jones

El espejo de mi habitación devolvía una imagen que no terminaba de reconocer. El vestido descansaba todavía sobre la cama, esperando que yo me decidiera a usarlo, y las joyas esparcidas alrededor parecían piezas de un rompecabezas que no encajaba. Me acerqué, apoyando las manos en la cómoda, y me observé con atención. Inspiré hondo y solté el aire lentamente. Tenía que estar perfecta para la fiesta.

Me até la bata de seda, corrí un mechón húmedo de mi cabello detrás de la oreja y salí al pasillo. El sonido lejano de risas y voces apagadas en otras habitaciones contrastaba con mi propio silencio. Caminé hacia la habitación de huéspedes donde estaban Kat y Deina. Necesitaba que Deina me ayudara con el maquillaje; ella siempre encontraba el equilibrio exacto, el toque natural que resaltaba lo mejor de mí.

Golpeé suavemente la puerta, esperando escuchar la voz dulce de Deina invitándome a pasar. Pero el silencio me respondió. Giré la manilla y entré.

Kat estaba sentada en el borde de la cama, encorvada sobre sí misma mientras luchaba con la hebilla de unos tacones negros. Su vestido, ceñido y elegante, caía hasta la rodilla, pero parecía pesarle como una cadena.

Su cabello, todavía húmedo, se pegaba en mechones rebeldes a sus mejillas. Su rostro estaba tenso, cejas fruncidas, labios apretados, mandíbula rígida. Cada movimiento que hacía para ajustar los zapatos era brusco, casi violento, como si quisiera descargar en ellos la rabia que llevaba dentro.

—Hola —dije con cautela, cerrando la puerta tras de mí.

Kat levantó la vista apenas un segundo. Nuestros ojos se encontraron fugazmente y luego la suya se desvió con rapidez, bajando de nuevo al suelo, como si yo fuera aire. Ese gesto me atravesó como una espina.

—¿En serio, Katherine? —crucé los brazos y apoyé el hombro en el marco de la puerta—. ¿Vas a seguir con esta niñería de ignorarme?

Ella terminó de abrochar la correa del tacón con un tirón seco. Se levantó de golpe, enderezando la espalda, y me enfrentó. Sus ojos, enrojecidos y brillantes, ardían de rabia contenida.

—Niñería... —repitió, su voz baja, pero cargada de veneno—. Qué fácil te resulta usar esa palabra conmigo.

—¿De qué hablas? —pregunté, aunque en el fondo lo intuía.

Se cruzó de brazos, clavando la mirada en mí como si quisiera atravesarme.

—De Erick. ¿Qué más? —sus labios se curvaron en una mueca amarga—. ¿O todavía piensas que puedo creer que entre ustedes no pasa nada?

El golpe fue directo. Sentí el aire hacerse pesado, difícil de tragar.

—No hay nada sentimental con Erick —respondí, esforzándome por sonar firme—. Nuestra relación se basa en una alianza, solo eso.

Kat soltó una carcajada seca, rota, sin pizca de humor.

—¿Una alianza? —repitió con ironía, cada sílaba impregnada de desprecio—. ¿De verdad esperas que me trague esa excusa? La forma en que lo mirabas... —dio un paso hacia mí, acortando la distancia—. La forma en que él te miraba... Eso no era política, Anabell. Eso era otra cosa, y tú lo sabes.

Inspiré hondo, cerrando los ojos por un instante. Sí, había miradas que me habían desarmado, pero no podía darle esa victoria.

—Estás viendo cosas que no existen —murmuré, apretando las uñas contra mis palmas hasta sentir el ardor de la piel.

Kat apretó la mandíbula.

—Claro, igual que antes —dijo con dureza—. Lo único que veo es que estás volviendo a cometer los mismos errores del pasado.

El aire me abandonó de golpe. La sangre me latía en las sienes.

—¡Basta! —grité, la voz más fuerte de lo que pretendía, rebotando contra las paredes como un látigo.

Ella no retrocedió. Ni un paso. Al contrario, su mirada se endureció.

—¿Cómo puedes soportar siquiera estar cerca de él? —su voz se quebró, pero no perdió la rabia—. ¿Cómo puedes mirar al hijo de la persona que ayudó a matar a tu hermano? ¿Cómo puedes, Anabell, después de lo que pasó con Keiran?

El nombre de mi hermano se clavó en mí como un cuchillo oxidado. Tragué saliva, con el corazón golpeando en mi pecho como si quisiera romper mis costillas.

—Porque él no tiene nada que ver con la muerte de Keiran —le espeté, cada palabra cargada de fuego—. Él no es responsable de lo que hizo su padre.

Kat negó con fuerza, con lágrimas arremolinándose en sus ojos, aunque no las dejó caer.

—¡Claro que sí! —gritó, su voz temblorosa y rota—. Está en su sangre. ¡No puedes negarlo!

Mis manos temblaban, pero ya no podía callar.

—¡No me hables de moral! —grité, dando un paso hacia ella—. ¡Tú no tienes derecho a juzgarme cuando tu relación está más podrida que cualquier cosa que Erick y yo podamos tener!

El rostro de Kat se contrajo, como si la hubiera golpeado.

—¿Cómo te atreves? —susurró, con la voz quebrada.

—¡Me atrevo porque estoy cansada! —respondí, con lágrimas ardiendo en mis propios ojos—. Harta de que me señales, de que hables de mis decisiones como si fueras perfecta. No lo eres, Katherine. Nunca lo fuiste.

El filo de mis palabras todavía flotaba entre nosotras, como un veneno suspendido en el aire. El silencio que siguió fue sofocante. Vi el brillo húmedo en los ojos de Kat, el temblor en sus labios, y de pronto sentí el peso de lo que acababa de escupirle encima. La rabia en mi pecho se convirtió en un nudo de culpa que me apretaba la garganta. Me llevé una mano a la frente y cerré los ojos un instante.

—Kat... —mi voz salió quebrada, apenas un murmullo—. Perdóname. No debí decir eso.

Ella permaneció inmóvil unos segundos, respirando fuerte, como si luchara contra la tentación de seguir gritando. Pero poco a poco su expresión se suavizó. Se dejó caer en la orilla de la cama, cubriéndose el rostro con las manos.

—Yo también lo siento —susurró después de un largo silencio, su voz rota por la tensión—. No quería decirlo así. Es solo que... —levantó la vista hacia mí, sus ojos brillando de una sinceridad que dolía—. Entiéndeme, Anabell. Yo no quiero que te hagan daño otra vez.




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