Erick Thompson
El auto se deslizó por la alfombra que llevaba a la entrada principal, rodeada de guardias y camareros que parecían parte del decorado. Cuando el motor se apagó, el silencio que se hizo dentro del vehículo fue casi incómodo. Sabía lo que me esperaba.
La puerta se abrió y lo primero que vi fue la mano enguantada del chófer, tendida con respeto hacia mi madre. Ella descendió con esa elegancia que nunca perdía. Su porte era intocable; el vestido blanco que llevaba abrazaba su figura con sobriedad, y los detalles dorados en los puños y el cuello parecían símbolos de la autoridad que aún ostentaba.
Todos sabían que, en un mes, ese poder pasaría a mí. Pero hasta entonces, era ella quien mantenía el peso de los Thompson frente a los demás.
Anhne fue la siguiente en bajar. Su manita se aferró a la de mi madre mientras acomodaba su vestido azul celeste, con un pequeño lazo en la cintura. Sus ojos, grandes y llenos de curiosidad, brillaban con la fascinación inocente de una niña que aún no entendía el verdadero trasfondo de estas reuniones. Para ella, era solo una fiesta con luces, música y rostros sonrientes. Ojalá pudiera conservar esa ilusión por más tiempo.
Yo descendí de último, inhalando profundo el aire fresco de la noche antes de enderezar los hombros. El murmullo de los invitados ya se escuchaba desde el interior, acompañado del sonido tenue de violines.
Entramos.
El vestíbulo estaba adornado con arreglos florales que se elevaban como torres de color blanco y dorado. Candelabros colgaban del techo, bañando de luz cálida las paredes revestidas de terciopelo. A cada paso, la sensación de solemnidad se intensificaba. Mi madre caminaba delante de mí, saludando con leves inclinaciones de cabeza a aquellos que se apresuraban a acercarse. Yo me mantenía un paso detrás, con la mandíbula tensa y la mirada contenida.
Porque apenas crucé el umbral del salón principal, mis ojos la buscaron a ella.
Y la encontré.
Estaba de pie junto a su amiga y Katherine, riendo. Su sonrisa iluminaba más que cualquier lámpara en ese lugar, y en ese instante comprendí que podía perderme en ella con la misma facilidad con la que uno cae en un abismo. Su cabello caía en ondas sobre los hombros, y la forma en que se inclinaba ligeramente hacia atrás al reír me resultó tan familiar que dolía.
Un nudo se me formó en el pecho, recordándome con violencia la mañana.
Me reproché de nuevo haber ido. ¿Qué pretendía? ¿Qué podía aparecer, como si todo lo ocurrido pudiera borrarse con un gesto bonito? ¿Como si mi apellido no fuera una herida abierta en su piel?
Me tragué el recuerdo como si fuera veneno.
Aparté la mirada antes de que ella me sorprendiera observándola demasiado tiempo.
Nos condujeron a la mesa destinada a nuestra familia. A un lado se encontraban varios líderes menores, hombres que dependían de nosotros para sobrevivir. Ellos nos recibieron con inclinaciones de cabeza y saludos de respeto. Yo asentí con la misma indiferencia estudiada que mi madre había perfeccionado con los años.
Anhne se sentó a mi lado, balanceando sus pies bajo la silla, completamente ajena al clima tenso que impregnaba el ambiente. Mi madre, en cambio, se acomodó con la postura impecable de quien sabe que está siendo observada desde todos los ángulos.
Entonces, el murmullo general se apagó.
Una figura elegante avanzó hacia el centro del salón. Todos los presentes se irguieron un poco más en sus asientos, como si el aire se hubiera cargado de electricidad contenida. Tomó el micrófono y por un momento el silencio fue absoluto.
—Buenas noches a todos —su voz resonó, firme y clara—. Gracias por acompañarnos en esta celebración tan especial: el cumpleaños de los mellizos Jones.
El eco de sus palabras fue seguido por un aplauso solemne que recorrió el salón como una ola. Algunos se pusieron de pie, otros sonrieron con cortesía. Yo aplaudí lo justo, con el rostro imperturbable.
Porque mientras todos se unían al homenaje, mis ojos, inevitablemente, volvieron a buscarla.
Y ahí estaba ella, de pie, con esa sonrisa que no debía seguir teniéndome atado y, sin embargo, lo hacía.
El murmullo del público se apagó apenas el maestro de ceremonias dio la señal. La primera familia en adelantarse fue la de los Mondragón. Reconocí de inmediato a James, vestido con un traje negro de corte perfecto, que parecía hecho a medida para reforzar esa imagen de heredero frío y calculador. Su madre caminaba a su lado, envuelta en un vestido verde oscuro con un broche de esmeraldas.
James depositó sobre la mesa una caja larga, cubierta en terciopelo rojo. Anabell fue quien levantó la tapa con suavidad. Dentro brilló un conjunto de joyas antiguas: un collar de zafiros rodeados de diamantes, con pendientes a juego. El aire se llenó de murmullos de aprobación, porque no era solo un obsequio lujoso; eran piezas de colección.
Anabell sonrió con elegancia. Tomó el collar con cuidado.
—Les agradecemos de corazón —respondió ella con esa voz templada que siempre usaba en público, cálida pero firme.
Adriel, en contraste, se limitó a estrechar la mano de James con fuerza. Sus ojos intercambiaron un brillo tenso. Aplausos llenaron la sala durante unos segundos, antes de que los Mondragón se retiraran.
Luego fue el turno de los D'Agostino. Samuel avanzó con su padre, y el porte de ambos atrajo de inmediato todas las miradas. Él cargaba en sus manos un estuche de madera oscura, con el escudo familiar incrustado en dorado.
Abrieron el estuche. Dentro descansaban dos dagas italianas, una ligeramente más pequeña que la otra, ambas con empuñaduras de nácar y oro. No eran armas comunes, sino piezas ceremoniales. El acero brillaba bajo las luces como si esperara la primera sangre que debía marcar su destino.
Anabell tomó la daga menor con una reverencia suave, casi delicada, como si comprendiera la carga simbólica del gesto. Adriel tomó la suya con un aire más desafiante, levantándola un poco antes de devolverla a la caja, como si ya imaginara usarla.