Una promesa de amor

Capítulo 29: Locuras

Anabell Jones

No escuchaba nada.

Todo el salón se había vuelto un escenario, y yo estaba en el centro de él. Cada lámpara brillaba con una intensidad casi hiriente, cada mirada se sentía como un filo clavándose en mi piel. El aire era denso, cargado, imposible de respirar. Erick, de rodillas frente a mí, extendía un anillo que parecía brillar más por el peso de lo que representaba que por el diamante en sí.

Mis labios se entreabrieron, pero ninguna palabra salió. Sentí el murmullo contenido de los invitados a mi alrededor, las respiraciones cortas, el crujir de unas sillas. Estaban expectantes, esperando el espectáculo. El Imperio entero contenía el aliento para ver cómo respondía.

Mi corazón golpeaba con una fuerza insoportable, no por emoción, sino por la conciencia de lo que significaba ese gesto. Unirme a los Thompson, unir nuestros apellidos, consolidar un poder que nos protegería de enemigos externos… y al mismo tiempo, amarrarme a una cadena invisible que me obligaba a interpretar el papel de la mujer enamorada.

Una farsa de amor. Eso era. Eso siempre había sido.

Miré a Erick. Su expresión era firme, calculada, pero lo conocía lo suficiente para ver más allá de esa máscara perfecta. Había algo en su mirada, un brillo contenido, una tensión en la mandíbula que me decía que no era solo política lo que lo movía.

Pero no podía darme el lujo de interpretar sus intenciones en ese instante. No ahora.

Mis dedos se cerraron con fuerza alrededor de la copa que sostenía. Sentí el frío del cristal, el líquido temblando con mi pulso acelerado. Lo mantuve allí, como un ancla, mientras mis pensamientos se arremolinaban.

Mi padre me observaba desde un costado de la mesa. Pude sentir su tensión, ver el miedo de verme entrar en la misma jaula de poder que un día casi me destruyó. Y, aun así, no podía salvarme. No podía intervenir. Sabía tan bien como yo que esto nos salvaría de una sentencia de muerte.

Sentí las lágrimas amenazar detrás de mis ojos, no por tristeza, sino por la rabia de tener que soportar este teatro.

Bajé la mirada al anillo otra vez. Tan pequeño. Tan ligero. Y, aun así, tan inmenso. Un símbolo de poder, de cadenas, de un futuro en el que yo debía sonreír al lado de Erick, fingiendo que lo elegía y deseaba.

Y sin embargo… algo en mí dudaba. Algo en mí temblaba ante la forma en que él me miraba.

¿Era real? ¿Era otra capa de la farsa? No lo sabía, y tal vez nunca lo sabría.

Respiré hondo. Mi pecho se expandió con un aire pesado, como si el oxígeno mismo me costara. Las palabras se formaron en mi lengua antes de que pudiera detenerlas, suaves, firmes, irrevocables.

—Sí.

Un murmullo colectivo explotó alrededor de nosotros, como si la sala entera hubiera contenido la respiración y, de golpe, la soltara. El sonido fue mezcla de sorpresa, aprobación, incredulidad. Algunos rostros se iluminaron con sonrisas forzadas, otros se tensaron con expresiones de rabia contenida.

Pero no tuve tiempo de procesarlo. Porque en el instante siguiente, Erick tomó mi mano con una seguridad devastadora. Su piel estaba tibia contra la mía, firme, casi posesiva. Y antes de que pudiera pensar en lo que venía, ya me estaba colocando el anillo en el dedo. El anillo me rodeó como un grillete disfrazado de joya, y la multitud estalló en aplausos.

Entonces me jaló suavemente hacia él.

El beso llegó con la fuerza de una tormenta contenida. Sus labios se posaron sobre los míos con una determinación que me dejó sin aliento, como si quisiera sellar no solo la alianza, sino también mi destino. Sentí el calor de su boca, el peso de su mano en mi cintura, la firmeza con la que me acercaba hacia él. El salón entero desapareció por un segundo, y mi mente se sumió en un torbellino de contradicciones.

Porque debía ser solo una farsa. Solo un acto para el público. Y, sin embargo, mi cuerpo reaccionó de otra manera. El corazón me golpeó contra el pecho, la sangre me ardió en las venas, y una corriente eléctrica recorrió mi piel.

Lo odié. Lo odié con cada fibra de mí ser, porque esa reacción era traición. Era debilidad.

Los aplausos resonaban como truenos. Algunos vitoreaban, otros murmuraban con voces tensas, pero todos miraban. Todos habían visto el beso. Todos habían sido testigos de cómo los Thompson y los Jones se unían frente a sus ojos.

Me separé apenas, lo suficiente para respirar. Sus ojos me buscaron, oscuros, intensos, como si intentara leerme por dentro. Yo lo miré de vuelta con mi máscara impecable, la sonrisa medida que mostraba.

Me forcé a sonreír un poco más, a sostener la mano de Erick con seguridad, aunque en mi interior supiera que era prisionera de la jugada.

—¡Felicidades! —exclamó uno de los invitados de menor rango, extendiendo la mano hacia Erick, antes de inclinarse brevemente hacia mí—. Un paso histórico para las familias.

Después vino la avalancha: señoras elegantes con joyas ostentosas, jóvenes herederos que sonreían con envidia mal disimulada, consejeros, empresarios. Todos querían tener un instante, una palabra, una felicitación que quedara grabada en nuestra memoria.

—Qué pareja más poderosa —comentó una mujer de la familia D’Agostino, apretando mis dedos con una calidez que se sentía demasiado forzada.

—Un verdadero golpe de efecto —añadió el consejero de los Mondragón, inclinando la cabeza con respeto.

Yo sonreía, asentía, recibía los abrazos y palabras que parecían interminables. Pero dentro de mí, la presión crecía como un grito contenido. Sabía que cada sonrisa mía tenía que parecer auténtica, que cada gesto debía reflejar amor y orgullo. El papel de prometida no podía tener errores.

Erick se inclinó hacia mí, murmurando lo suficientemente bajo para que solo yo lo oyera:

—Tranquila. Déjalos hablar. Tú solo mírame.

Lo hice. Y en sus ojos encontré ese doble filo: el hombre calculador que había orquestado esto, y también algo más, un destello que no me atreví a descifrar.




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