— No lloren, por favor. Donde voy es un lugar hermoso, lleno de luz y paz, el lugar que siempre he imaginado.
La habitación está llena de rostros conocidos, todos reunidos alrededor mío, sosteniéndome con su amor. Puedo sentir la calidez de cada mirada y el peso de cada lágrima que cae. Siento que esta será la última vez que los vea, pero también la primera vez que los vea así: unidos, aferrados al amor que compartimos.
El sonido de los sollozos llena el ambiente, pero en medio de todo ese dolor, descubro algo inesperado... estoy en paz. Mi pecho ya no lleva aquel vacío. Sé que tomé la decisión correcta porque, por primera vez en años, me siento profundamente amada y protegida.
Mi cuerpo comienza a rendirse; una extraña debilidad me invade, seguida por un cansancio abrumador. Mis párpados se cierran lentamente mientras los sonidos se vuelven lejanos y borrosos, como un eco en la distancia. En ese momento, la oscuridad me envuelve, pero no hay miedo... solo quietud.
Y entonces lo veo.
Un blanco radiante me rodea, pero no es frío ni distante. Es el blanco más puro, lleno de calma, de una belleza indescriptible. Es el blanco que siempre he amado, el color de la paz, de la pureza. Mi alma se aligera, y siento cómo todo el dolor desaparece.
— Bienvenida, hija mía —dice una voz familiar, llena de amor y ternura.
Un calor celestial me envuelve. Estoy donde siempre he querido estar, donde siempre he pertenecido.
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Editado: 31.03.2025