Una santa para un pecador

Madame

Evani

Me desperté de aquella horrible pesadilla para darme cuenta de que aún sigo en ella, fue cosa de notar la enorme cama, mullida, y llena de tantas almohadas que por momentos durante la noche pensé que moriría ahogada. Pero eso no fue lo que provocó que de mi garganta saliera un grito de espanto, y fue ver a ese hombre, Alan Fábregas, a los pies de la cama mirándome con una sonrisa irónica y perversa. Ni siquiera se inmutó por mi grito, solo levantó ambas cejas para luego volver a sonreír con ese aire seductor que no soporto. 

 

—Sí que es bastante ruidosa para despertarse —movió la cabeza como si me estuviera reprendiendo por eso.

 

—No soy ruidosa, es que usted, señor Fábregas, no puede llegar y entrar a la recamara de una mujer sin pedir permiso —le reclamé intentando cubrirme con las sábanas.

 

—¿O sea que si le pido permiso puedo hacerlo? —entrecerró los ojos con malicia.

 

—No he dicho eso, no sea...

 

—¿No sea qué? —me interrumpió justo a tiempo antes que mi perdida de paciencia me hiciera decirle una grosería.

 

Desvié la mirada incomoda ante su fija mirada tragándome el insulto y respondiéndole con una palabra menos fuerte. 

 

—No sea bobo —respondí antes que su carcajada me hiciera volver a fijar mis ojos en él abriendo la boca sin creer que se atreviera a burlarse de esa forma.

 

Caminó acercándose a mí y retrocedí sin salir de la cama ni bajar las mantas con que me cubro hasta el cuello. Se sentó a mi lado colocando sus dos manos sobre la cama y acercándose a mi casi a punto de empujarme de la cama. No deja de sonreír, lo que causa que tense mi rostro cuando no puedo evitar fijarme en sus labios húmedos, y notó su hilera de dientes blancos que parecen mostrarse triunfante ante mi sometimiento. Se acerca aún más sintiendo el roce de su cuerpo con el mío que está quedando atrapado bajo el suyo, la diferencia de tamaño y contextura logro percibirla con mayor fuerza al tenerlo encima.

 

—No sé qué esconde, que con ese pijama no se ve nada —dijo esto bajando la manta con que intento cubrirme, y mis ojos se quedan fijos en los suyos.

 

—Y debajo tampoco hay nada que usted debiera ver —reclamé nerviosa, tanto que no solo él se dio cuenta de mi voz temblorosa.

 

Se rio con suavidad cerrando los ojos por unos segundos mientras mueve su cabeza hacia los lados. 

 

—Siendo sincero, señorita novicia, tengo curiosidad de que es lo que oculta con tanto recelo, ¿Será que su cuerpo es distinto a otros cuerpos femeninos que he poseído? ¿O su piel es tan suave que va a enloquecerme? ¿O el aroma del shampoo de su cabello podría embriagarme para ansiar beber de usted? Dígame —y diciendo esto sus labios se acercaron tanto que pude sentir el aire tibio de ellos acariciando a los míos.

 

—No... es lo… —alcancé a decir cuando la puerta se abrió de golpe, justo a tiempo, salvándome de cometer pecado con un hombre con el cual aún no estoy unida en el sagrado matrimonio. Suspiré aliviada.

 

Una mujer, alta, elegante, de cabellos claros. Con un cuerpo moldeado que solo había visto alguna vez en televisión, nos sonrió con sorpresa fijando sus ojos adornados con unas largas pestañas negras hacia nosotros. Alan se sentó en la cama cruzando los brazos y alzando una de sus cejas, no parece molesto, aunque siento que la interrupción lo descolocó. Pero esa mujer debe ser alguien que estima como para tragarse su incomodidad y sonreírle.

 

—Tan inoportuna como siempre, mi querida Madame —indicó Alan levantándose de la cama y saludándola con un beso en la mejilla y una actitud cordial que nunca había visto en él.

 

—Siento haberlos interrumpido —habló la mujer ansiosa—. No quise interrumpir su mañanero.

 

—¿Mañanero? —no pude evitar preguntar en voz alta curiosa y ambos me quedaron mirando como si hubiera perdido un tornillo. 

 

Alan se alzó de hombros hacia la mujer, y aquella movió la cabeza en forma negativa, preocupada. No pude evitar notar sus gruesos labios rojos, más cuando sonrió condescendiente hacia mí y se acercó tomándome de amas mejillas con sus dos manos.

 

—Pobre criatura inocente, no te preocupes, Madame ya está aquí para convertirte en una diosa —y animada alzó la mirada al cielo como si estuviera mirando a alguien que yo por más que trato no puedo ver.

 

—Bien, las dejaré sola, confío en tu ayuda, Madame —y dicho esto Alan me miró por unos segundos sin borrar su sonrisa irónica y cerró la puerta al salir. 

 

La mujer parece emocionada, como si por un instante se hubiera olvidado de mí, y siguió mirando al cielo, al vacío que no entiendo, de todas formas, sus palabras me confunden, y me ponen en una situación complicada ¿Quiere convertirme en una diosa? Está diciendo una blasfemia ¿Cómo puede decir que me ponga a nivel de Dios? Siquiera pensarlo es una irreverencia. 

 

—Disculpe —le llamé la atención para sacarla de su ensueño, y me miró confundida como si se hubiera olvidado de quien soy—. No sabe que eso que acaba de decir es una blasfemia contra Dios y la iglesia, yo no podría querer compararme con ser una diosa.

 

Pestañeó como si no me entendiera hasta que de repente se puso a reír a carcajadas, tantas que no podía ni siquiera hablar. Crucé los brazos sin entender su burla y esperé que se calmara para siquiera hacerla entrar en razón.

 

—No hablo de esa clase de Dioses —fue lo que dijo cuando ya pudo hablar—. Me refiero a convertirte en una diosa del sexo.

 

—Ah, era eso —respondí aliviada, hasta que mis neuronas lentas reaccionaron ante lo que acaba de escuchar ¡¿Sexo?! ¿Diosa? ¿Quiere decir que quiere convertirme en una pu...? 

 

Se sentó en la cama al ver mi reacción y cruzó sus largas piernas colocando sus dos manos sobre su rodilla. Entrecerró los ojos acercándose a mi cohibido rostro.




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