Inglaterra, 1792
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A pesar de ser huérfana desde que era una bebé, la vida de Ginebra en el convento Santa Catalina no había sido del todo trágica. Allí creció bajo el cuidado, muchas veces estricto, de la reverenda madre Theresa, la abadesa encargada. Sin embargo, Gini, como la llamaban debido a su nombre tan particular, nunca renegó del cuidado y la educación que recibió; de allí que le tuvieran un especial cariño.
Aunque no conoció a su madre ni tiene idea de quién pudo ser, fue esta misma mujer quien, en la única nota que dejó escrita en la canastilla cuando la abandonó en la puerta del convento, pidió que le llamaran “Ginebra”, como su bebida favorita. Aparte de eso indicó quién era, ni si algún día volviese por ella.
Esto solo hizo intuir a la superiora que su madre era una de esas mujeres que disfrutaban de embriagarse, y bien podría tratarse de una de las prostitutas del prostíbulo más famoso de Wakefield, al que repudiaban por su infame negocio de la venta del placer, y el causante de que hubiera muchos huérfanos en la zona. Cuando los abandonados eran niños, se los enviaba al monasterio de San Gillian; y cuando eran niñas, terminaban siendo acogidas por el convento, donde se les enseñaba y educaba de acuerdo con las normas religiosas. No obstante, al llegar a la mayoría de edad, estas debían tomar una decisión: contraer matrimonios arreglados, por lo general con hombres viudos adinerados a quienes les encantaba tener esposas jóvenes, reservadas y sumisas, volverse de institutrices o tomar los hábitos. Este, era el caso en el que se encontraba Ginebra, que ya estaba por cumplir dieciocho años.
La opción para ella fue el matrimonio y la propuesta llegó de parte del barón Lord Foley, lo cual la madre superiora se encargó de informárselo además de que deseaba que considerara esa oportunidad, que había buscado especialmente para ella. Aunque Gini no conocía al caballero, a lo largo de su estadía en el convento había sido testigo de innumerables matrimonios concertados por la misma abadesa, a cambio de “importantes donaciones” que mantenían el funcionamiento del orfanato, permitiendo seguir acogiendo a más huérfanas como ella. Esto constituía un extraño círculo vicioso que involucraba la devoción, la fe y, por supuesto, la caridad.
Ella fue consciente de que esa era la parte final de lo que significaba su gran caridad. En su interior, anhelaba formar la familia que nunca tuvo, y quizás hacer las cosas mejor de lo que su madre jamás procuró; a esas alturas de su vida, ya no tenía deseos de buscarla. Sin embargo, en su corazón no albergaba ningún resentimiento, y lejos de anhelar conocer a esa mujer desconocida, decidió convertirse en una mejor persona.
—¿Estás segura de tu decisión? —le preguntó la hermana Franchesca, quien por lo general asumía el papel de madre protectora y esperaba que, en el fondo, las jóvenes decidieran quedarse y consagrar sus vidas al servicio del Señor.
Al momento de hacerle la pregunta, Ginebra se encontraba también en presencia de la superiora, quien la miraba en silencio, permitiendo que esta emitiera su respuesta a la última apelación de la hermana Franchesca, que era casi tan anciana como la abadesa y, a diferencia de ella, creía que los matrimonios eran un desperdicio de almas serviciales.
—Sí, madre —respondió Ginebra con determinación.
La hermana Fran la miró, suspirando con un leve atisbo de desilusión.
—Entonces lo has decidido —dijo, y tras despedirse con una reverencia de la abadesa, salió de la oficina a grandes zancadas.
—No te preocupes, ya la conoces. Si fuera por ella, todas envejecerían aquí —comentó la madre superiora una vez que la hermana se fue.
—¿Ella conoce a Lord Foley? —preguntó Ginebra, con curiosidad.
—Todas lo conocemos y es un buen hombre. No te preocupes —respondió la abadesa a su pregunta, sonriéndole.
Ella no dudó de ello, si bien era flexible en cuanto a los arreglos, también se aseguraba de que estos le fueran beneficiosos.
—Pero yo no, ¿cree que le agradaré? —adujo Gini.
—Ningún caballero duda de mi buen criterio, y estoy segura de que te hemos preparado muy bien en lo más importante. Creo que harás feliz al barón —respuso.
Ginebra sonrió, mostrando una emoción que solo se evidenciaba en su rostro complaciente. No obstante, a pesar de su decisión, era imposible no sentir un cierto temor ante el nuevo futuro que le aguardaba fuera de los muros del convento, el único hogar que había tenido en sus años de vida.
Lo cierto era que no conocía al señor Foley, pero si las intenciones disfrazadas de buenas oportunidades que muchos de esos hombres escondían como un asa bajo la manga. Sin embargo, ella sabía a qué atenerse.
—Así lo haré, reverenda madre —respondió, sintiendo una mezcla de nerviosismo y determinación.
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