Una segunda oportunidad para Ginebra

Capítulo 2

―No puedo creer que pronto te irás de aquí, Gini ―manifestó Susy, su más entrañable compañera en el orfanato.

Susan había llegado al convento unos meses antes que ella; eso las hacía bastante afines y contemporáneas en edad.

―Eso creo.

―Debes estar muy emocionada. Siempre has sido la favorita de la madre superiora.

―Eso no es cierto ―susurró azorada Ginebra―. Tampoco digas esas cosas en voz alta, ―la riñó, aunque no con mala intención.

Luego se arrepintió al ver la cara de congoja de Susy.

―Lo siento, no creo que sea algo malo.

―Lo sé, pero la mayoría piensa así, y no es verdad. La madre Teresa solo hace lo que debe con cada una de nosotras.

―Sí, todas lo sabemos, así que pronto nos llegará también nuestro turno ―adujo Susy, sonriendo ampliamente.

―Llegará, no te preocupes ―le dijo Gini, acariciando la mejilla de su entrañable amiga, quien destacaba por tener una piel tan blanca como el nácar y una cabellera pelirroja.

―Solo trato de ser optimista. No soy tan hermosa como tú.

―Es porque no lo necesitas. Tú de verdad eres encantadora y sé que habrá alguien dispuesto a sacarte de aquí.

―Tienes razón, ya llegará mi momento ―admitió Susan con optimismo.

―Deberíamos ir a la cocina, o pensarán que nos estamos escaqueando de nuestra responsabilidad ―manifestó Ginebra, mostrando entusiasmo.

―Tienes razón.

Susan le sonrió, agarrando su mano para arrastrarla hacia el edificio donde se encontraba la cocina. Como huérfanas, recibían cuidados y atención, pero al igual que muchas de las hermanas del convento, aprendían a desempeñarse en toda clase de quehaceres domésticos. Ella y su inseparable compañera estaban asignadas a ayudar en la cocina y a servir las mesas.

Luego de terminar sus labores, se despidieron de la hermana Reese, a quien llamaban "la gendarme de la cocina", y se fueron a cenar al comedor comunitario. Después llegó el momento de ir a la abadía a ofrecer sus últimas oraciones antes de ir a dormir. La petición de Ginebra durante esa hora y en sus siguientes rezos no fue para ella, sino por su amiga Susan, a quien le angustiaba dejarla sola.

***

Dos semanas después, la noticia de la llegada de lord Foley para recoger a su nueva esposa no se hizo esperar y se regó por todos los rincones y pasillos del convento y el orfanato. Esto siempre era un acontecimiento, ya que cuando una chica era elegida para contraer nupcias, sin importar quién era la persona, significaba para ellas una nueva oportunidad.

El arribo del barón llenó de nervios a Ginebra, quien, a pesar de ello, poco a poco se había ido acostumbrando a la idea. Sin embargo, la sensación de vacío que le provocaba tener que separarse para siempre del lugar donde le dieron cobijo, comenzaba a agrandarse en su pecho y a presionar su estómago con un dolor que se acrecentó con los días.

Lord Foley llegaría en la tarde y, a diferencia de otros casamientos, había pedido que se realizara la ceremonia en su iglesia privada en Norfolk, donde tenía su residencia permanente. Además, sería una boda privada, dados los antecedentes de la futura novia. La madre superiora, al principio, no estuvo de acuerdo, ya que consideraba que las señoritas debían salir debidamente casadas de su establecimiento religioso; sin embargo, no pudo oponerse a la decisión del barón, puesto que este donó una opulenta dote que hizo imposible decirle que no.

De ahí que él mismo viniera a recogerla para llevársela, o eso esperaban todas, incluido el sacerdote que se había quedado con ganas de oficializar la boda. No obstante, Ginebra no se sentía bien y, dos días atrás, había estado sintiendo los insistentes dolores en su estómago, además de agudas náuseas y vómitos consecutivos que la habían ido deshidratando hasta el punto del colapso. Razón por la cual la madre superiora le ordenó que descansara y decidió enviar un aviso al barón para advertirlo de la contrariedad.

La puerta de su pequeño cuarto se abrió y Susan entró, trayendo en sus manos una bandeja con la medicina enviada por el herbolario y que ella personalmente se había encargado de traerle.

―Es una pena que te estés sintiendo mal ―le dijo, acercando a ella la taza con la infusión―. Aquí tienes. Necesitas estar bien para cuando llegue el barón ―añadió su amiga, ayudándola a incorporarse para que pudiera tomarse la medicina que la haría sentir mejor.

―Gracias ―le respondió Ginebra, sonriéndole con el rostro bañado en sudor.

Sin embargo, después de haberla tomado, su mundo pareció dar vueltas, pero lo único en lo que pensó fue en aguantar y mejorarse pronto, aunque este pensamiento se desvaneció de su mente, como si ella misma cayera y se perdiera en una densa y profunda oscuridad.

※━✥━※━✥━※

Cuando Ginebra despertó, con el cuerpo adolorido, pero con plena conciencia, había transcurrido un día y medio desde su desmayo. Para ella, abrir los ojos significó una victoria; no había sucumbido a la muerte, como había temido en sus momentos de extrema debilidad. Sin embargo, mientras en su semblante se dibujaba una sonrisa alegre y demacrada, la misma no era compartida por el médico del pueblo, la monja ayudante de la enfermería, y mucho menos por la madre superiora, quien la observaba con una expresión tétrica y amargada. Por dentro, Ginebra pensó que debía verse espantosa, y eso la llevaba a temer que se convertiría en una esposa fea a la que terminaría repudiando lord Foley.




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