Ginebra estuvo casi aturdida durante varios días luego de lo sucedido, y en su interior seguía preguntándose por qué su entrañable amiga Susy había hecho tal cosa, exponiéndose y defraudando a todos, especialmente a ella. Todo se complicó cuando se descubrió que su entrañable amiga había estado colocando gotas de aceite de ricino en sus bebidas y comidas, provocándole un malestar que casi la llevó a la muerte, si se hubiese excedido más. En medio de todo, Ginebra no le guardaba rencor y, al menos, esperaba que fuera feliz.
Durante su convalecencia, Susan aprovechó que Lord Foley se había hospedado en su propiedad de Wakefield, y le visitó a escondidas, mencionándole que su prometida no se encontraba en condiciones de contraer nupcias con él, y que la habían mandado en su lugar. Lo que sucedió después, para que el barón decidiera desposarla, nadie lo sabe, solo ellos, pues él la aceptó. Así, ella ya se encontraba viviendo en su mansión, muy lejos de allí.
—¿Todavía sigues pensando en lo mismo, Gini? —le preguntó la hermana Francesca.
Las dos iban en la carreta, y esta guiaba al caballo. Era día de mercado, y le había pedido que la acompañara. Ginebra aceptó; había pasado un mes desde aquel incidente y el mismo tiempo sin salir del convento. Además, la hermana se mostró muy contenta cuando le manifestó su deseo de tomar los hábitos.
Ginebra no estaba del todo convencida, pero tampoco quería entusiasmarse con un futuro diferente; no tenía nada de qué lamentarse de su vida en el orfanato ni en el convento. Además, no creyó que tuviera una segunda oportunidad, y el nombre de Susy jamás volvió a mencionarse junto a posibles nuevas peticiones de enlaces; fue una orden de la madre Theresa y que todos cumplieron a rajatabla.
No solo por lo que le había hecho, sino por la vergüenza e indignación que había causado en el convento. Ni siquiera ella sabía cómo evitaron que se convirtiera en un escándalo y tampoco quería preguntar.
—No, hermana Francesca. Solo estoy encantada con el paseo; ya extrañaba tomar un poco de sol.
—En eso estamos de acuerdo, ya casi pareces un fantasma —se burló la mujer mayor, haciéndola reír.
Por lo general, todas le tenían un cierto temor respetuoso a la hermana Francesca por considerarla estricta en su servicio devoto al Señor. Algunas tomaban su legalismo como parte de su fe acérrima y casi ciega; sin embargo, Ginebra pensaba que les faltaba conocerla bien, pues en el fondo tenía su lado amigable. Ella volvió a reírse con sus palabras, notando que esto complacía a la mujer mayor.
Llegaron temprano al mercado, lo que les favoreció para recoger todos los víveres y granos que venían a buscar.
—No te distraigas, Ginebra —le llamaba la atención la hermana de vez en cuando, porque, tras terminar de recoger todas las provisiones, dejaron la carreta guardada y se dedicaron a la otra parte de la lista, que consistía en encargos de la madre superiora, en la zona de casas de costura.
Allí se encontraban, y debido a que las indicaciones de la superiora siempre eran estrictas en cuanto a metrajes y medidas, el asunto llevaba algo de tiempo.
—¿Puedo salir un momento? —le preguntó.
Francesca suspiró hondo antes de asentir.
—Ve, pero no te alejes mucho.
—Así lo haré, hermana —dijo Ginebra sonriendo.
Ella de inmediato comenzó a caminar, observando las vitrinas de las diferentes tiendas de ropa, hasta que se detuvo frente a una donde estaban exhibidos vestidos de novia. Esa visión le arrugó un poco el corazón, por lo que decidió moverse a la del frente, donde se exhibían bonitos y pomposos vestidos.
Wakefield no era una ciudad grande, pero su comercio crecía con los años, modernizándose constantemente. Ginebra se entretuvo frente a una de las vitrinas observando un hermoso vestido de gasa, hasta que se distrajo al escuchar una risa que le pareció familiar. Caminó hasta la puerta de la tienda, que se abría en el momento en que la regente despedía a una linda jovencita ataviada con un vestido de un color rosa fuerte y una inconfundible melena larga y rojiza, acompañada de dos damas que llevaban sus bolsas.
—¿Susan? —preguntó, llamando la atención de la joven cliente, quien, al mirarla, abrió los ojos con horror, como si viese un fantasma.
«Era ella», se dijo Ginebra que no necesitaba corroborarlo por más atavíos y arandelas que se pusiera encima, la reconocería en cualquier lado.
Esperó a que le respondiera; sin embargo, esto no ocurrió. La joven no dijo nada y, por el contrario, actuó como si no la hubiera visto, con la misma actitud que la dueña de la tienda, que de inmediato cerró la puerta con un gesto de desdén.
Susan le dio la espalda sin decir una palabra, instando a las dos damas que la acompañaban a apurarse y comenzando a caminar. Ginebra sabía que también la había reconocido y, por instinto, la siguió, olvidándose de la advertencia de la hermana Francesca de no alejarse.
—¡Susy! —siguió llamándola mientras esta apuraba más el paso.
Casi la perdió cuando doblaron una esquina y tropezó al perder el equilibro por la debilidad que aún no había superado, cayendo al pavimento. Ni ella ni sus damas se volvieron en ningún momento para ayudarla, así que se puso en pie con sus rodillas magulladas, y siguió persiguiéndolas hasta que las divisó acercándose a la entrada de una enorme mansión.