―La viste bien, ¿verdad? ―comentó lord Foley, quien se hallaba junto a la ventana con su amigo, el duque Dante de Forrester.
Este último había venido de visita para felicitarlo por su boda, ya que era bastante cercano al barón. Sin embargo, su amigo no parecía un feliz recién casado, y su arraigo en el poblado de Wakefield se debía a todo, menos a una larga temporada de luna de miel. Su mirada seguía fija en el punto donde habían visto a la que parecía ser una novicia, y cuya mirada angelical se había quedado grabada en su cabeza.
―Vi lo mismo que usted, milord ―replicó, volviéndose hacia el barón. Este exhaló con fuerza.
―La razón por la que te dije que la observaras es porque su apariencia coincide más con lo que me he tenido que traer a esta casa.
―Pudo haberse rehusado y devolver a la chica, pero parece que no tuviste demasiada fuerza de voluntad ―adujo el duque, haciendo resoplar al hombre.
―Ya quisiera ser de tan frío corazón como tú, pero soy débil; sin embargo, no soy tonto y creo que esas monjitas me han visto la cara ―expresó el barón, yendo a sentarse en su butaca. Dante lo miró.
―¿Afirmas que te han timado?
―¡Y en mi buena fe! Porque he dado suficiente dinero para obtener una buena novilla, y mira lo que tengo. Una vaca joven que no conoce de austeridad.
El duque resopló ante sus palabras.
―La chica murió, ¿no es lo que te dijo tu nueva esposa? ―inquirió, haciendo que el barón se sobresaltara y tuviera que recomponerse, pues eso era lo que le había informado la joven.
―Eso dijo ―afirmó.
―Hazla llamar ―le ordenó el duque.
Este arrugó la frente, pero no dudó en hacerle caso. Hizo sonar su campanilla para convocar a su mayordomo y que este, a su vez, llamara a la joven baronesa. La chica no tardó en llegar, acompañada de sus dos doncellas, a quienes el barón hizo salir, dejándola frente a los dos.
Dante la miró con atención. Era bastante joven, quizás de la misma edad que la novicia que habían visto parada frente a la casa. No dudó que pudiera haber alguna conexión entre ellas, aunque era poco probable que se refiriera a la que pensaba su amigo, puesto que esta debería estar muerta. La joven no se movió del lugar en el que se detuvo luego de reverenciarlos a ambos y mantuvo la cabeza baja, mientras él caminaba a su alrededor con las manos entrelazadas a su espalda, haciendo resonar con cada paso el tacón de su bota, y su viejo marido los observaba desde su butaca.
―Mentir es una gran transgresión, ¿verdad, mi lady? ―le preguntó, sin perder de vista cómo le temblaban un poco los hombros y se llevaba el dedo pulgar a la boca.
―Así es, milord ―respondió ella.
―Lord Foley se siente algo inquieto, piensa que le has mentido.
―¡Eso nunca, su gracia! ―manifestó la chica levantando la mirada. Sus ojos estaban muy abiertos y tenían una expresión casi aterrada―. ¿Por qué mi señor piensa eso? ―añadió con la voz trémula.
―Eso es lo que yo quiero saber, si me has mentido de forma descarada ―emitió el barón Foley.
―No lo he hecho, lo juro.
―¿Entonces sostienes que la persona que debía estar en tu lugar está muerta? ―la interrogó Dante.
Los ojos de la chica se mantuvieron muy abiertos, como si no necesitara pestañear.
―Mi pobre Gini estaba moribunda, y debido a sus síntomas tan graves, es probable que no haya sobrevivido esa noche ―adujo la pequeña baronesa―. Yo solo ocupé su lugar, como se me ordenó, y mi señoría no tuvo reparos en aceptarme ―añadió, mirándole muy concisa.
Dante no tuvo reparos en que el argumento de la sustituta no tenía falla alguna; no obstante, no había certeza de que la verdadera baronesa estuviera muerta. Dirigió su mirada al barón Foley, quien mantenía la mirada ensanchada.
―Retírate ―le ordenó a la joven, quien, sin demora, agarró sus faldas y salió taconeando a gran carrera del salón.
―Tal vez te has dejado engañar, pero ella no miente cuando dice que la aceptaste sin reparos.
―La carne es débil, mi amigo, por eso no tiene reparos ―repuso el hombre con irascibilidad, rascándose la cabeza.
―Solo hay una manera de saber si lo que dice es cierto.
―¿Qué está muerta?
―O que ha sobrevivido ―agregó el duque.
―Iría con gusto a preguntar yo mismo, pero esa mujer me correría al instante, debido a las cláusulas del arreglo ―manifestó el barón, enfurruñado.
―En ese caso, yo podría hacerlo ―se ofreció.
Sin embargo, su interés no radicaba en ayudar a su amigo, sino en volver a ver a la chica. Pocas veces se interesaba en alguna mujer, pero le había picado la curiosidad, sobre todo en aquello de ofrecer segundas oportunidades a las huérfanas a cambio de buenas donaciones.
Cuando el barón se quejó de todo lo que había pagado solo para sentirse joven y deseado, no dudaba de que fuera cierto. Él no iría con propósitos de comprar una novilla, pero si de indagar más al respecto.
―¿Harías eso por mí, amigo? ―le preguntó, colocando el peso de su mano en su hombro.