Ginebra seguía sin reponerse de lo que había acontecido en el pueblo. Habían pasado tres días, pero en su mente aún daba vueltas la imagen de aquella a quien había considerado casi una hermana, vestida con ropas pomposas y lujosas, caminando como una gran dama. No la envidiaba, porque jamás había podido imaginarse una vida llena de fastuosidades, pero sentía el dolor que le causaba el desprecio de Susy, al ignorarla de esa forma.
—¿Espero que no estés perdiendo el tiempo, Ginebra? —le preguntó la madre superiora, sacándola de sus cavilaciones.
Se encontraba arrodillada, fregando el piso con un trapo húmedo y un cubo de agua jabonosa. Justo le tocaba la limpieza de los pisos en el área del pasillo donde estaban las oficinas. De inmediato, se puso de pie, con la cabeza gacha, sin atreverse a mirar a la eminente mujer. Suspiró bajo, porque desde el día en que regresó del mercado no había logrado desprenderse de la desazón que le embargaba el pecho.
Sin embargo, abrió los ojos al descubrir que la superiora no venía sola; a su lado, había unas elegantes botas de caballero que le llamaron la atención.
—No, madre, ya estaba a punto de terminar —respondió sin levantar la cabeza; no obstante, pudo sentir en su nuca descubierta la intensidad de la mirada del acompañante.
—Hazlo, y ve con la hermana Francesca; te anda preguntando —añadió la mujer, luego indicó al hombre que la acompañaba que la siguiera.
Ginebra arrugó la cara, refunfuñando al ver las grandes marcas de las suelas de las botas del caballero, a quien, sin haberlo visto, le resultaba intimidante. Con mal humor observó cómo esas huellas se quedaban como una impronta del camino que estaban recorriendo. Siguió sin levantar la cabeza, pidiendo perdón por las maldiciones que le estaba dirigiendo en silencio porque tendría que volver a limpiar. Se detuvo, con el corazón latiéndole a mil, al notar que él se había detenido antes de entrar y tal vez estaba mirando en su dirección. Ella se mantuvo en la misma posición rígida, apretando el trapo húmedo entre sus manos.
Antes de dirigirse a ver a la hermana Francesca, tuvo que limpiar las huellas, restregando el trapo sobre la madera hasta llegar a la puerta donde acababan las grandes huellas. Iba a levantarse para marcharse, cuando desde el interior escuchó la voz del hombre, grave y firme, traspasando la rustica puerta, mencionando un nombre que la hizo detenerse en seco. Sabía que era un pecado espiar tras las puertas, pero no pudo contenerse y se quedó allí, escuchando la voz airada de la superiora mencionando algo sobre una gran e injustificada injuria. Su corazón dio un vuelco y se movió rápidamente cuando oyó pasos acercándose a la puerta. Ginebra agarró su cubo y huyó de allí con rapidez.
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Dos días pasaron desde la visita de Lord Dante Forrester, a quien, mientras algunas chicas del orfanato que lograron verle lo señalaban de ser un atractivo, enigmático y elegante caballero, la hermana Francesca no hizo más que despotricar de él apodándolo "ave de mal agüero". Ese tiempo fue suficiente para que ella se enterara del motivo de su inesperada visita, que terminó revolucionando todo el convento de Santa Catalina.
Según lo que pudo escuchar, él había venido de parte del barón Foley para presentar una querella sobre la adquisición de su nueva esposa, la cual no le satisfacía, pues no era la que se le había prometido. Esa realidad le formó un nudo en la garganta que aún tenía atragantado, dificultándole el comer, ya que era consciente de las consecuencias que podrían derivarse de las acusaciones del barón, pues su prometida era ella, no Susy, que había usurpado su lugar.
La madre superiora aún no le había dicho nada, pero sabía que era cuestión de tiempo para que la convocara y hablara del asunto.
—Sé que has escuchado algo, pero deja de preocuparte por ello. La única que debe asumir su responsabilidad es esa niña arbitraria que no lo pensó dos veces antes de cometer su fechoría —comentó la hermana Francesca.
Ambas revisaban las cuentas de los gastos del mes para anotarlos en el gran libro donde ella llevaba el control del presupuesto, del cual se encargaba administrar con el beneplácito de la abadesa, gracias a su gran inteligencia en esta materia. Aquello también era algo que le había enseñado desde que la acogió como su pupila.
—¿Qué puede pasarle? —preguntó Ginebra, temerosa.
Francesca detuvo sus anotaciones y levantó la mirada, mostrando algo de recelo.
—Lo que sea que le pase no es tu problema, Ginebra.
—Pero, madre… —quiso protestar, pero se contuvo al ver la severidad en la expresión de la mujer.
—No se hable más del asunto. Ahora dime cuánto fue la suma —le preguntó, en lugar de reprenderla.
—Dos mil quinientas veintiocho libras —respondió obediente, y la hermana Fran procedió a anotar la cifra.
Ambas continuaron con su labor hasta terminar justo antes de la hora de cenar. La hermana Francesca se dirigió con los libros bajo el brazo hacia la oficina de la abadesa, mientras Ginebra se encaminó a su cuarto para prepararse e ir después al comedor. Sin embargo, al llegar a esa área, alguien la tomó del brazo y la jaló bruscamente contra la pared. Ella casi gritó, hasta que la persona que la había agarrado le tapó la boca para que no lo hiciera.
—No grites, soy yo, Susy —murmuró la agresora, dejándola espantada y muda.