Una segunda oportunidad para Ginebra

Capítulo 7

Ginebra no durmió pensando en lo que acontecería al día siguiente, y en, si su antes entrañable amiga Susan decía la verdad sobre la propuesta del duque; no obstante, eso lo confirmaría más tarde.

A las diez de la mañana, cuando ella se encontraba en la oficina de la hermana Fran, escribiendo lo que esta le dictaba con precisión y esmero, afianzando su caligrafía, el duque Dante de Forrester llegó al convento y se entrevistó a puerta cerrada con la abadesa. Treinta minutos después de su arribo, según calculó la hermana Fran, la superiora convocó a las personas de su más extrema confianza, entre ellas a su tutora.

—No voy a dejar de repetirlo: ese hombre es un ave de mal agüero —manifestó la hermana con fastidio, reafirmando su aseveración.

La mujer se puso en pie, alisando su larga y negra falda para cumplir el llamado de la abadesa. Desde su lugar, la observó caminar a largas zancadas, hasta salir y escucharla como se encontraba en el pasillo con la hermana Stella, para luego dejar de percibir sus voces cuando esta cerró la puerta, dejándola allí confinada.

Lo único que se le ocurrió a Ginebra fue que debía averiguar qué había pasado en esa breve reunión. Tragó con fuerza y, con el pretexto de llevar la lista de gastos a la hermana Resse, salió de la oficina y caminó en silencio por el largo pasillo que fregaba dos veces a la semana. Como por inercia, recordó los pasos del hombre a quien empezaba a odiar, tras lo que le había aseverado Susan.

Sin embargo, esta vez no se detendría en la puerta para escuchar, pues sería evidente y alguien la descubriría. Así que decidió hacerlo a través de la mirilla de la puerta falsa que conectaba con la oficina de la abadesa. Esta daba a un pequeño cuarto de archivos que permanecía solo. Si alguien entraba allí por casualidad, podría decir que había ido a llevar algún registro encomendado por su tutora.

Una vez dentro, cerró la puerta y se acercó a la mirilla, colocando su ojo en el pequeño orificio. Así pudo vislumbrar a las tres mujeres hablando, hasta que escuchó a la hermana Francesca exclamando la palabra “inconcebible”. Luego refunfuñó, mirando en su dirección, tanto que Ginebra pensó que la había descubierto y casi se cayó de espaldas al trastabillar. Rápidamente huyó de allí, regresando apresurada a su lugar.

Cuando volvió a la oficina contable de la hermana Fran, se dio cuenta de que en el camino había perdido la hoja que había llevado en sus manos. Lo siguiente que hizo fue meditar sobre dónde se le había caído. Decidió pensar que había sido en el trayecto, de modo que, si alguien la encontraba, solo la devolvería. No obstante, un rato después, la puerta se abrió y la hermana Fran entró.

—¿Qué escuchaste, Ginebra? —la cuestionó, poniendo ante ella la hoja extraviada.

—¿De qué habla, hermana Francesca? Estaba buscando el papel por todas partes. ¿Dónde lo encontró? —comentó para desviar la conversación, aunque supo que era imposible, dado lo perspicaz que era su tutora.

Ella suspiró hondo, derrotada, y tomó asiento en su silla de aprendiz.

—No escuché nada —barbotó con la voz algo trémula.

—No me mientas, Ginebra.

—¡Lo juro! —aseguró, sintiendo que de verdad no le mentía.

La hermana Fran la miró con el ceño fruncido.

—La encontré junto a la puerta falsa. ¿También me juras que no sabes cómo llegó allí?

—Yo de verdad no escuché nada —respondió—, pero sé que el asunto es grave.

—¡Y lo es! —exclamó la mujer, luciendo adusta—. Pero no conseguirá lo que quiere. Ya he hablado con Theresa para que hagamos los preparativos y te mudes al convento de Saint Clements.

—¿Por qué me enviarían allí?

—Porque allí estarás a salvo de las intenciones de ese hombre.

—¿Y cuáles son sus intenciones?

Francesca la miró horrorizada.

—Dime que no quieres saberlas, Ginebra —masculló cada palabra.

Ella entreabrió la boca, y luego la cerró, quería decir que necesitaba saberlo para corroborar lo dicho por Susan, pero sabía que no podía exigirle eso a su superiora. Tragó con fuerza, porque ya había sido demasiado irrespetuosa. Lo lamentaba, ya que siempre le habían enseñado a callar cuando correspondía, a obedecer y mantener el decoro frente a sus superiores.

Ambas quedaron en silencio, hasta que la hermana Fran lo quebró lanzando una profunda exhalación. Pero justo antes de hablar, tocaron la puerta. Esta se abrió, y era la madre Theresa, a quien Francesca miró con enojo.

—¿Ya se lo mencionaste?

—Ginebra se marchará esta noche al convento de Saint Clements —determinó la mujer, haciendo que la abadesa resoplara.

Esta la miró con el entrecejo fruncido, cuestionándola, y ella solo bajó la mirada. Tampoco quería avergonzar a su tutora. La abadesa suspiró profundamente antes de hablar.

—Su gracia, el duque de Forrester está interesado en tomarte como esposa, Ginebra —dijo la mujer, provocando un chasquido de lengua en la otra.

—Vamos, Theresa, está en tu poder no concederle su egoísta deseo —protestó Francesca.

—Lo sé, pero estamos entre la espada y la pared gracias a esa muchachita arbitraria. Es la mejor salida que puede ofrecernos —expresó la abadesa.




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