Una segunda oportunidad para Ginebra

Capítulo 8

Ginebra, hasta ese entonces, no sabía ni tenía indicios de cómo lucía a cabalidad el rostro del hombre con el que se iba a casar. A diferencia de lo que había sentido cuando se le anunció el enlace con el barón, en esta ocasión la sensación era completamente distinta. Ya fuera por las expectativas más que por la emoción que había experimentado en aquel momento, solo sentía un vacío lleno de incertidumbres nada entusiastas ante el acontecimiento.

Por dentro, imaginó que para ese caballero también sería igual, puesto que la abadesa le había advertido que su matrimonio, dado el estatus del duque y su falta de apellidos, sería considerado morganático. Así, ella no podía esperar mucho de aquel hombre, más que asegurarse de que no le faltara nada y cumplir con lo que se había comprometido. Lo cierto para ella era que no tenía ninguna aspiración hacia ese hombre que había exigido desposarla tal como lo augurara Susan, ya que sus verdaderas razones todavía le eran ocultas, por más que la abadesa le explicara que lo de ella sería un gran sacrificio para salvar el honor y la reputación del convento. En el fondo, sintió que también era un pago por haberla convertido en lo que era, de lo cual no se arrepentía.

Suspiró con fuerza, pues tres días después de aquella visita, y en vísperas de lo que sería su matrimonio, conocería en su totalidad el rostro del dueño de las grandes y pesadas botas que parecían haber quedado marcadas a fuego en el pasillo.

―Sé qué piensas que me han contentado, pero sigo en contra de esta decisión ―arguyó la hermana Fran mientras terminaba de arreglarle el velo de encaje que le cubría la cabeza.

Se lo había regalado su tutora, y Ginebra advirtió cómo le temblaban las manos tratando de acomodarlo. Aquello era lo único que llevaba encima y que le hacía ver como una novia, ya que el sencillo vestido que se había puesto era lo primero que se colocaba en su vida desde que estaba en el convento. No era nada parecido a lo que había visto usando a Susan, y mucho menos al traje de novia suntuoso que había visto en la vitrina. Suspiró profundo y bajo.

Una de las condiciones que puso la abadesa para aceptar que el duque se la llevara era que ella se encargaría de celebrar su matrimonio, así evitaría que la profanara solo por placer y sin responsabilidad. Ginebra pensó que hubiese sido mejor la otra opción, porque así podría escaparse sin remordimientos.

―Sé que no es así.

―Vuelve cuando quieras; no pierdas el camino.

Le sonrió.

―Gracias ―esbozó ella, y la hermana le besó la frente.

Luego la tomó de la mano y la guio por el pasillo oculto que daba a la pequeña abadía, donde la estarían esperando el capellán —quien, a regañadientes, aceptó bendecir la boda—, la abadesa y, por supuesto, el novio. Mientras avanzaba, fue dejando todo atrás, puesto que no volvería a recorrer aquellos caminos. Una vez que culminara lo que solo era un formalismo para que quedara constancia, ella partiría de inmediato. Agradeció que no lo haría con él.

Al llegar, vio sus espaldas. Recto y alto como una torre, vistiendo una impoluta levita negra, sombrero de copa y un bastón en su mano, más como adorno que como soporte. Francesca se apartó de ella, quedándose en las bancas de atrás, contemplándola, mientras continuaba su camino hasta el altar.

Aunque sentía la necesidad de saciar su curiosidad, permaneció mirando al frente, al igual que él, quien en ningún momento la miró; solo se quitó el sombrero cuando el capellán se aclaró la garganta y procedió a leer las ordenanzas. Sin embargo, la madre superiora le hizo un gesto que hizo resoplar al capellán, quien entonces continuó con lo más importante para que pudieran firmar el acta matrimonial, ya que no era un matrimonio por amor, sino por conveniencia.

Cuando llegó su turno de hacerlo y de mirar los nombres y apellidos de su futuro esposo, formando una larga lista de palabras, la realidad de no tener un apellido que delatara su orfandad la golpeó fuerte por primera vez. Pero se sacudió y entonces escribió lo único que tenía y que era suyo: su nombre: Ginebra. Solo cuando ella trazaba cada una de las siete letras, notó que él la miraba.

―Está hecho, los declaro marido y mujer ―dijo el capellán, sellando la unión sin votos, sin besos y sin ninguna otra cosa de importancia.

Ella vio al caballero alargar la mano y tomar el papel, envolviéndolo en un rollo y guardándolo dentro de su levita.

―El carruaje vendrá a recogerla pronto ―advirtió él.

Ginebra, que solo hasta ese momento había escuchado su tono de voz, le resultó apática, grave y demandante. Ella permaneció con la cerviz baja.

―Todo ya está preparado, milord ―adujo la abadesa.

Esperó escucharle decir algo más, pero el duque solo dio media vuelta y salió, dejando atrás solo el eco de sus botas. Solo después de eso, ella lanzó una exhalación, sacando todo el aire retenido en sus pulmones.

―Ya escuchaste, Ginebra, te irás esta misma noche, así que solo recuerda lo que se te enseñó y todo irá bien. Vas a necesitar abrigarte, porque el norte es bastante frío ―dijo la mujer.

Ella obedeció y de inmediato se volvió hacia la hermana Fran, que se secaba las lágrimas desde su lugar.

―¿Qué esperas, Ginebra? Ve a prepararte ―la apremió la mujer.

Ella se quitó el velo y lo colocó sobre sus hombros, y luego se apresuró a volver a su celda para recoger lo poco que tenía. Ya era la hora de comer, así que todas estarían en el refectorio a la espera de la llegada de la abadesa y la hermana Fran para dar comienzo a la cena, por lo que no había nadie con quien tropezarse en su camino.




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