Una segunda oportunidad para Ginebra

Capítulo 10

Pese a lo que Ginebra interpretó como mínimas muestras de amabilidad por parte de lord Forrester, ella continuaba teniendo sus reservas. En el fondo, no olvidaba las palabras de Susan, que le sugerían que entre ellos podría existir algún vínculo, desconocido para ella, pero que podía deducir fácilmente.

El hecho de haberse criado en un orfanato dentro de las puertas de un convento no significaba que ignorara el mal comportamiento humano. Eso era algo sobre lo que siempre les advertían, ya que, así como existía la bondad, también había maldad entre hombres y mujeres. Para su desgracia, había tenido que conocer esta última a través de quien consideraba su amiga; alguien que, al igual que ella, había crecido sin nada. Abandonadas, razón por la cual no tenían familia ni apellido.

Sin embargo, tampoco era ajena al hecho de que los matrimonios no solo representaban ganancias, sino también oportunidades para conseguir uno. Dante había cumplido esa parte al ofrecerle el suyo; no obstante, sentía que no debía apropiarse de él hasta que confirmara sus sospechas o las desechara.

—Milord, debe usted saber que me honra con su pedido —habló la dependienta de la tienda de ropa, abriéndoles las puertas con una reverente inclinación mientras sostenía un candelero.

—Muchas gracias, señora Mansfield, solo recuerde que no tenemos mucho tiempo —advirtió el duque, enfatizando cada palabra.

Ginebra apenas le miró de reojo cuando la mujer parecía buscar con la mirada, como si algo se le hubiera perdido al alargar su candelero. Ella recordó el día que se había quedado frente a su puerta después de haber visto a Susan allí; no la misma donde se encontraban, porque los habían recibido por la puerta posterior de su gran negocio, muy seguramente por pedido del duque. También evocó en su mente la misma expresión de desdén que había visto en su rostro, porque el origen de su vida en el orfanato ya la hacía una chica indeseable.

Por esta razón, jamás se había acercado a una tienda, ya que lo primero que le reprochaban era que no poseían ni un penique para pagar un mísero pañuelo. Lo poco que poseía en prendas, además de sus uniformes, eran vestidos de segunda mano, provenientes de donaciones de damas adineradas.

—¿Busca algo, señora Mansfield? —la interpeló el duque.

—Dijo que traería a una dama para probarse los vestidos, pero no veo ninguna —respondió la mujer.

—Eso es porque la está observando; no tiene que buscar en ningún otro lugar.

La mujer abrió los ojos tanto que parecían querer salírseles, y luego rio con un deje de nerviosismo, reacomodándose el cabello al notar a Ginebra. Ella se mantuvo impertérrita ante la hipocresía en su mirada. Comprendió que no estaba dispuesta a atenderla, al menos no de buena gana.

—Qué despistada soy, debí suponerlo. Siendo así, adelante, no perdamos tiempo; tengo algunos vestidos que mostrarle a la dama y que de seguro le quedarán muy bien —adujo la mujer, haciendo un llamado a sus criadas para que la ayudaran.

La señora Delfina Mansfield era la costurera más reputada de Wakefield, jactándose de vestir a las damas más destacadas de la región. En su interior, Ginebra se preguntaba si esa había sido la misma reacción que tuvo con Susan, dado que ambas provenían del mismo lugar.

—Vamos —la apremió el duque, y enseguida ingresaron a la trastienda de Mansfield: tienda de ropa para mujeres refinadas.

Ella obedeció, no porque la apurara, sino porque deseaba terminar con aquello. Aunque quería cargar con su saco, él le había obligado a dejarlo en su asiento, por lo que no tenía nada con qué mantener sus manos ocupadas. Una vez que entraron al salón que la dependienta había iluminado, mandó traer los modelos de vestidos para dama que consideraba que encajarían con su sencillo estilo. Sin embargo, Ginebra frunció el ceño al mirar los cuatro vestidos estrafalarios que habían traído.

Los colores eran estridentes y la sencillez se había limitado a los faldones internos, que eran blancos. Era evidente que lo hacía a propósito, pues nada de eso encajaba con ella, quien había sido enseñada a vestir no solo con pulcritud, sino con recato.

—¿Es lo único que tiene? —inquirió el duque.

—Me ha llegado de Londres esta semana; es lo que está de moda. La dama parece algo apagada, y estos vestidos le darán vida.

—No pregunté qué efecto tienen, sino si es lo único que tiene para ofrecerle a lady Forrester.

—¡Su señoría! —respondió la mujer, alarmada—. Soy una experta en moda; jamás me equivoco en mis apreciaciones. No en vano me he ganado esa fama —añadió.

Ginebra ni siquiera quiso imaginarse cuál habría sido el pretexto que le dio a la señora Mansfield sobre su afinidad, para lograr que abriera su tienda a esas horas. No obstante, fuese lo que fuese, ella prefería vestirse con lo que llevaba en su saco que con los vestidos estrafalarios que pretendía venderles. Sabía que mentía porque en su vitrina principal exponía vestidos que incluso a ella le habían llamado la atención.

—¿Por qué no deja que se los pruebe? Verá cómo cambia de opinión y termina dándome la razón —sugirió la mujer, con un deje de perfidia en la voz.

Con la cerviz baja, Ginebra notó la expresión adusta en el rostro de lord Forrester. Quería pensar lo contrario, pero tuvo que aceptar que él parecía coincidir en algún punto con ella.




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