PREFACIO
Escocia, un país lleno de encanto, historia, ruinas y aparentemente… ovejas. Cuando el editor en jefe de la revista para la que trabajo, me asignó fotografiar los castillos abandonados de Escocia, me imaginé más bien conociendo lo primero, y no un encuentro cercano con lo último.
—Malditas ovejas –dije por lo bajo, mientras apagaba el motor del pequeño auto rentado.
Bloqueaban el paso de la carretera por la que conducía y no parecían querer ir a ningún lado. Toqué bocina un par de veces, incluso grité desde adentro del auto, y nada. ¿Debería bajarme? Llovía a cántaros y aunque por suerte no hacía demasiado frío, la idea de conducir empapada las próximas tres horas hasta el pueblo más cercano, no me hacía ninguna gracia.
Estaba a punto de bajarme a mover las ovejas yo misma si tenía que hacerlo, cuando de repente, en el horizonte apareció una figura. El agua que corría por los vidrios no me dejaba distinguirla bien, pero definitivamente era un hombre a caballo. Se acercaba hacia mí, o hacia las ovejas, a paso apresurado, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, bajé un poco la ventanilla para hablarle.
Para mi sorpresa, el hombre era increíblemente guapo. El término dios nórdico –nunca mejor usado, dada la región en la que me encontraba– vino inmediatamente a mi mente, al ver sus penetrantes ojos azules, ese cabello rubio que le llegaba hasta los hombros, y los músculos bien definidos de su pecho, que parecían esculpidos por el propio Miguel Ángel. En mi defensa, no era mi culpa que este granjero hubiera decidido salir a cabalgar en la lluvia vistiendo una camisa blanca que obviamente se pegaba a su cuerpo por el peso del agua, dejando muy poco a la imaginación. Yo era de Estados Unidos, y en mi país los granjeros no vestían así.
—¿Necesitas ayuda? –preguntó el hombre, interrumpiendo mis pensamientos menos que puros.
Tragué saliva antes de contestar.
—Sí, ¿serías tan amable de mover a tus ovejas?
El hombre rió.
—No son mías, pero lo intentaré.
En ese momento, silbó con destreza, y de la nada apareció de entre el pastizal, un hermoso perro pastor negro y blanco. Conocía la raza de las películas pero nunca había visto uno en vivo y en directo.
El hombre le dijo algo en escocés que ni siquiera traté de comprender, y el perro comenzó a guiar a las ovejas hacia un costado de la ruta. Realmente era un animal precioso y obviamente muy inteligente.
—Para ser que no son tus ovejas, tu perro y tú sí que saben manejarlas –comenté, acercándome a la ventanilla.
—Todos los perros de esta zona son entrenados para esto. Su nombre es Freya.
—Eres preciosa Freya –dije sonriéndole. ¿Y tú eres?
—Me llamo Magnus –respondió, evidentemente no viendo la necesidad de revelar su apellido.
—Bueno, muchas gracias por tu ayuda, Magnus. Mi nombre es Sophie. Si me disculpas, debo continuar, aún tengo unas tres horas de viaje.
Magnus asintió con la cabeza y jaló con firmeza las riendas de su caballo hacia atrás, hasta que este retrocedió, liberando por completo el paso de la carretera.
En ese momento intenté volver a arrancar el auto sólo para descubrir que nada sucedía. Volví a intentar… y nada. Al parecer estaba varada aquí, en medio de la nada, con una lluvia torrencial y un apuesto extraño mirándome del otro lado de la ventanilla.