Una semana en Escocia, una vida en tu corazón

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 7: Día 3 - Parte 2

El primer castillo que visitamos era imponente. Definitivamente mucho más grande de lo que imaginé por las fotografías que había visto en internet. Solitario, en un verde acantilado junto al al mar, con ninguna otra construcción hecha por el hombre en kilómetros a la redonda. Al contemplarlo, uno tenía la sensación de que daba un vistazo al pasado.

La escena ameritaba un lente gran angular, por supuesto, y anticipándome a esto, había colocado uno en la cámara, antes de salir del hotel. Así que sólo necesité sacarla de mi bolso, encenderla, medir la luz, realizar un balance de blancos, y ya estaba lista. Las fotografías eran magníficas, casi capturaban la magia del lugar, aunque nada se compararía jamás a estar allí en persona.

Mientras yo probaba distintos ángulos y encuadres, sentía la penetrante mirada de Magnus sobre mí. ¿Por qué estaba aquí conmigo? ¿Y por qué me miraba de esa manera? Quería tanto hacerle esas preguntas. Pero tenía que comportarme como una profesional –al menos desde ahora–. Lo hecho, hecho estaba. Y aunque no me gustaba nada la idea de que el granjero con el que pasé la noche, resultara ser el hombre del que dependía para completar este encargo, simplemente no podía arrepentirme de lo que habíamos hecho. Fue por mucho la mejor de mi vida.

Cuando había terminado de fotografiar el castillo desde una buena distancia, para incluir todo lo que pudiera del paisaje en las fotografías, nos dispusimos a entrar. Por fortuna, teníamos a Joe, que nos llevó casi hasta el área de ingreso. Porque si el jardín de los MacLeod era enorme, el predio de este lugar era colosal.

Una vez allí, Magnus bajó del auto conmigo, y mientras yo analizaba la imponente puerta de madera –de al menos tres metros–, él sacó un gran manojo de llaves de bronce y comenzó a buscar la indicada. Eso me causó gracia. Magnus literalmente tenía las llaves de estos lugares. No el código de una cerradura digital o incluso una tarjeta magnética. Sino una llave auténtica, que por el aspecto, databa de la misma época que el castillo.

—Voy a decirle a Skye que etiquetemos estas llaves –dijo Magnus, sonando frustrado.

No pude evitar reírme.

Cuando al fin logramos entrar, el lugar me impactó. Definitivamente la residencia de los MacLeod tenía un gran parecido con este castillo, pero en este lugar todo parecía multiplicado por diez. El techo era diez veces más alto y las vigas de madera muchísimo más anchas. La piedra rústica de las paredes se presentaba aquí en enormes bloques que hacían que uno se preguntara cómo siquiera los habían movido hasta aquí. Era un lugar impresionante.

De inmediato comencé a explorarlo en busca de los mejores ángulos para fotografiarlo, de los detalles que sería importante capturar de cerca y de los espacios que necesitaría capturar en un plano general para que se apreciara su tamaño –como era el caso de la gigantesca chimenea al final del salón–.

* * *

Dos horas se fueron volando sólo en la planta baja del castillo. Fotografié varios salones, incluidos el comedor principal y el salón de fiestas. Tomé al menos unas setenta fotos y cambié el lente de la cámara unas seis veces, alternando entre el gran angular, uno normal y uno de 50mm, para los detalles. Pero aún me faltaba fotografiar los dos niveles superiores. Así que concluí que probablemente tenía suficiente material de este piso, y estaba lista para subir al siguiente.

—¿Puedo echar un vistazo? –preguntó Magnus al verme juntar mis cosas, dirigiendo su mirada hacia la cámara en mi mano.

—Sí, por supuesto –respondí, sacándome la correa del cuello y entregándole el aparato.

Él la tomó con cuidado y comenzó a pasar las fotografías una a una en la pantalla, utilizando el botón a la derecha.

—Pareces muy interesado en estas fotos –comenté, comenzando a sospechar que había algo en toda esta situación que yo ignoraba. La revista no me dijo si pusiste alguna condición para dejarnos fotografiar las propiedades de tu familia.

—No puse ninguna condición, pero no quiere decir que no gane nada a cambio.

Parecía que iba a continuar, pero se cortó en seco.

—¿El de esta fotografía soy yo? –preguntó de repente, acercando el rostro a la pequeña pantalla de la cámara.

—¡Devuélveme eso! –exclamé, tratando de arrebatarle la cámara de las manos.

Él la levantó por encima de su cabeza, donde sabía que de ninguna manera la alcanzaría.

—¿Fotografías a todos los hombres con los que te acuestas mientras duermen?

—¡Cállate! ¡No han sido tantos!

Yo seguía intentando tomar la cámara de sus manos y él parecía levantarla cada vez más alto.

—¿No han sido tantos los hombres con los que te has acostado? ¿O no fueron tantos los que fotografiaste? –preguntó riendo.

A estas alturas parecíamos dos niños de primaria.

—Lo primero no es asunto tuyo. Pero si tanto te interesa lo segundo, eres el único al que le he tomado una fotografía en ese tipo de circunstancias.

Eso lo hizo bajar la cámara.

Me apresuré a tomarla y volver a colgármela del cuello.

—Es una cámara muy costosa y no es mía, ¿lo sabías?




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