Una trampa para la Diva

Capítulo 4. Un «ofertón»

Franco

*

El imponente edificio se levanta frente a mí. Para ser sinceros, no es tan alto, pero todas las tragedias que cargo me hacen sentir que es un rascacielos. Incluso tomo aire, como si fuera a sumergirme en el mar, y convierto las manos en puños para atravesar la puerta de cristal.

La recepcionista me sonríe desde que me ve. Entiendo que mi físico ayuda, mas no tanto como todos piensan. Si el físico lo fuera todo, ya estaría ganando un Oscar, no con un anuncio comercial de crema para manos donde ni se ve mi rostro.

El recuerdo me hace poner los ojos en blanco.

Si tan solo pudiera superar mi pánico escénico…

—Buenos días —saludo a la recepcionista que ya no parece muy amigable, quizá creyó que mi mueca de vergüenza por el anuncio comercial era para ella—. Me han citado en este sitio, mire.

Entrego la tarjeta en blanco.

Su aspecto amable cambia, ¿acaso ha palidecido? Trago duro, miro sobre el hombro y descubro que hay tremendos tipos de seguridad que probablemente podrían machacar mi cráneo a mano limpia.

»O tal vez me confundí de dirección… —sugiero y trato de recuperar la tarjeta, pero ella la aparta—. Señorita, me confundí, valoro mi vida y mejor me voy.

—Un momento —pide ella. Se incorpora, señala la puerta y dos de esos tipos de seguridad la cubren; no tengo escapatoria—. Esperan por usted, señor Harp.

Por lo menos no hizo una broma sobre el «proyecto HAARP», aunque no me hace sentir mejor.

—¿Segura? Yo creo que me he confundido —suplico con cortesía.

La recepcionista toma el teléfono fijo que está a su lado que, para variar, es de color rojo psicodélico. Presiona un botón, aguarda y dice a su interlocutor:

—El señor Harp está aquí… Entendido —Cuelga y, con una risa tensa, dice—: Puede pasar, señor Harp. Mi compañero lo guiará.

Estoy a punto de preguntar quién, cuando un dedo índice casi me disloca el hombro y, al girarme, encuentro a otro grandulón de seguridad.

Debí asegurar mi rostro, ¡¿cómo se me ocurrió venir?!

Asiento, trago duro y lo acompaño hacia el ascensor que abre de manera automática cuando nos detenemos enfrente. Abordamos, el hombre se repliega al fondo con los brazos cruzados y yo me quedo en mi sitio debatiéndome entre arrodillarme a rezar o fingir que tengo dignidad y mantenerme firme.

Me quedo firme porque hasta las rodillas se me han congelado por los nervios.

Voy al gimnasio, claro, estaba luchando por obtener un protagónico en una serie o película que me sacara de pobre, ¡tenía que esforzarme por lucir bien! Pero levantar pesas es muy diferente a pelear a puño limpio con un hombre que parece más armario que persona.

Y, vuelvo a preguntarme, ¿cómo se me ocurrió venir?

La respuesta es, por «las bebés». Mi hermano siempre las llamó así, sus bebés, o eso me dijo la amiga de la madre que las cuidó mientras me localizaban. No importa que sean un par de seres humanos que pueden hablar y expresarse sin problemas, para mi hermano siempre fueron «sus bebés».

Me bastó con llegar a casa, luego del día de trabajo más extraño de mi vida, y recibir la serie de quejas de la niñera para saber que tenía que hacer algo por ellas. Nadie más que yo las soportará. Y, además, nadie más que yo las cuidará como se debe. Ese tipo tuvo razón en algo, es un mundo cruel.

Nunca me vi como padre. No es que no quiera tener hijos, pero no estaba en mis planes cercanos y ahora tengo a dos niñas bajo mi cuidado. De pronto, siento que todo lo que hago debe ser por ellas porque son mi responsabilidad, una que no pedí, pero que disfruto de cumplir porque… son lo más cercano que tengo a mi hermano.

—¿Pañuelo? —pregunta el grandulón.

Me aclaro la garganta. Mis pensamientos han estado a punto de hacerme llorar.

—No, gracias.

El hombre asiente y permanece en su pose de matón.

Ninguno de nosotros presionó algún botón en el panel el ascensor, por lo que supongo que debe conducir a una oficina con ascensor privado. Así que, en efecto, alguien espera por mí.

Intento proyectar la seguridad que no siento. No puede ser que todos mis años estudiando actuación no me sirvan ahora. Hago acopio de mi autocontrol, respiro lento y trato de fingir que me encuentro interpretando el papel en la película que me hará ganar un Oscar. Ayuda que no hay una videocámara profesional grabando mi actuación, en ese caso sería una gelatina temblorosa.

El ascensor se detiene, se escucha un pitido bajo y luego las puertas se abren despacio.

Una amplia oficina, con un ventanal gigante al fondo, se extiende frente a mí. Salgo del ascensor y me tomo unos segundos para inspeccionar el sitio decorado al puro estilo minimalista con tonos azul cielo, grises y blancos; el único verde proviene de una planta en un rincón.



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En el texto hay: famosa, actor, relacion falsa

Editado: 29.06.2023

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