El aire sobre Piltóver estaba saturado de humo y cenizas, cargado de una opresiva mezcla de destrucción y desesperanza. Columnas de fuego surgían de edificios derrumbados, arrojando brasas al cielo nocturno como si fueran señales de auxilio que nadie respondería. La luz de la luna, tenue y opacada por las nubes grises, apenas lograba iluminar las ruinas de lo que alguna vez fue una ciudad vibrante. El sonido de las explosiones lejanas y los gritos de los sobrevivientes se mezclaba con el ulular del viento helado que cortaba la piel como cuchillas invisibles. Un recordatorio constante de que el progreso, tal como lo habían soñado, se había vuelto en su contra.
En medio de este caos, sobre los restos del techo destruido del laboratorio, Jayce se encontraba inmóvil. El borde del abismo estaba a pocos pasos de él, pero su atención no estaba en la profundidad mortal que se extendía bajo sus pies. No podía apartar la vista del hombre frente a él. No era solo el hombre quien había cambiado, sino también la manera en que el mundo parecía responder a su presencia. Donde él iba, el aire parecía más denso, como si la misma naturaleza vacilara ante el poder que irradiaba el Hexcore. Era un peso abrumador, uno que Jayce sentía hasta los huesos. Pero lo que más le dolía era la distancia. No física, sino emocional. El abismo entre ellos parecía mucho más profundo que cualquier destrucción tangible a su alrededor.
Viktor parecía una sombra de lo que alguna vez fue. Su figura, deformada por las modificaciones del Hexcore, era un retorcido híbrido de carne y metal. Los circuitos brillaban tenuemente bajo la superficie de su piel pálida, y el frío resplandor del Hexcore bañaba su rostro con un aura espectral. Sus ojos, una mezcla de luz apagada y vacío, estaban fijos en el horizonte. Desde allí, observaba la destrucción que él mismo había ayudado a desatar, pero su expresión era inescrutable, como si no quedara nada humano en él para reaccionar.
El viento aullaba entre las ruinas, levantando polvo y cenizas que se adherían a la piel de Jayce. Sus dedos se contraían con fuerza, al punto de que sus uñas rasgaban la palma de su mano, pero eso no le importó. La desesperación lo consumía, y el peso de la incertidumbre era casi insoportable.
Jayce avanzó un paso, sus botas crujieron contra los escombros desperdigados por el techo. El sonido del metal contra piedra se perdió en el viento, pero Viktor no giró la cabeza hacia él.
—Mírame, Viktor —pidió Jayce, su voz temblando, pero aún cargada de una determinación férrea—. Esto no es lo que queríamos. ¡No es lo que tú querías! —su voz rasgando el silencio como un cuchillo. Había una mezcla de ira y dolor en sus palabras, pero había en ella también una súplica—. ¿Acaso en esto pensabas cuando empezamos, ver el mundo reducido a cenizas solo para construir otro sobre ellas?
Viktor no respondió de inmediato. Sus manos metalizadas se cerraron alrededor del Hexcore, que pulsaba con un ritmo inquietantemente similar al de un corazón vivo. Su voz, cuando finalmente habló, era baja, casi un susurro, pero resonaba con una frialdad impropia del hombre que conocía.
—Queríamos un cambio, Jayce. Un cambio verdadero. ¿Quieres condenarme por intentar lograrlo? —Su voz sonaba metálica, como si las palabras provinieran tanto del hombre como de la máquina—. Si para progresar y construir algo mejor debemos destruir lo viejo, entonces no hay lugar para dudas.
—¿Un cambio? —repitió Jayce, su tono alzándose ligeramente—. ¿Esto es lo que llamas un cambio? Míranos, Viktor. Mírate. Esto no es progreso. Esto no es el sueño que compartimos.
Los ojos de Viktor finalmente se desviaron hacia Jayce, pero no había emoción en ellos, solo una profundidad oscura que parecía no tener fin. Sus ojos, antes llenos de vida y propósito, ahora eran abismos insondables, como si hubieran sido drenados de todo excepto la lógica implacable del progreso. Su expresión era distante, pero Jayce vio algo, algo casi imperceptible, que brillaba entre las grietas de su frialdad: duda.
—No entiendes lo que está en juego. Nunca lo entendiste. La humanidad no puede avanzar mientras siga atada a su debilidad. ¿Y qué somos tú y yo, si no visionarios? Visionarios que están dispuestos a hacer lo que otros no —Su voz apenas era reconocible, y hablaba con una indiferencia que jamás podría haber imaginado saliendo de él—. No hay lugar para cosas innecesarias.
Jayce tragó saliva, sintiendo cómo la frustración lo quemaba por dentro. Pero más que frustración, era miedo. No al hombre que tenía frente a él, sino al vacío que parecía haber consumido todo lo que alguna vez hizo a Viktor... Viktor.
—¿Y tampoco para las personas que amabas? —replicó Jayce con un nudo en la garganta. Las palabras salieron más cargadas de emoción de lo que pretendía. No pudo evitarlo; las heridas que había estado reprimiendo durante tanto tiempo se abrían, y con ellas la verdad que no podía seguir ocultando—. Porque eso es lo que estás haciendo, Viktor. Nos estás destruyendo a todos nosotros. A mí.—avanzó otro paso—. El Viktor que conocí, con el que soñé cambiar el mundo, no permitiría que esto consumiera toda la vida que habíamos construido hasta ahora.
La voz de Jayce se quebró en la última palabra. Por un instante, pareció que Viktor no reaccionaría, que seguiría siendo la figura estoica y distante que el Hexcore había moldeado. Pero entonces, el brillo del núcleo en su pecho se intensificó, palpitando como si respondiera al conflicto interno de su portador.
—Jayce... —murmuró Viktor, y esta vez su tono contenía algo más. Era tenue, frágil, como el eco de una canción que apenas recordaba.
Jayce avanzó de nuevo, hasta que estuvo a solo un paso de Viktor. Podía sentir el calor del Hexcore, un calor antinatural que hacía que el aire vibrara entre ellos. Con cuidado, alzó una mano y la posó sobre el frío metal del brazo de Viktor.
—No vine aquí para detenerte. —Jayce subió su mano, temblorosa pero firme, hasta dejarla sobre el hombro de Viktor—. Vine aquí porque me importa. Porque me importas tú, no lo que puedes crear. Tú. Y quiero que veas por ti mismo lo que perderías si no detenemos esto ahora.