Lo que Elena y Sack nunca me contaron en aquel momento de desesperación, o quizás no tuvieron tiempo de hacerlo en medio del caos que nos rodeaba, es que yo no fui el primero en cruzar la barrera ese día. Pocas horas antes de venir por mí, mientras yo agonizaba en un estado crítico, ellos ya habían tomado la decisión más difícil que unos padres pueden tomar, una elección que los perseguiría por años: hacer que su propio hijo, Adam, cruzara. Adam tenía la misma edad que yo, quince años en aquel entonces, y era nuestro confidente, nuestro refugio en los peores momentos. Siempre fue el más optimista, el que encontraba la luz incluso en la oscuridad más profunda, el que nos hacía reír cuando no había motivos. La idea de que ellos se arriesgaran a dejarlo solo al otro lado, aunque fuera por un bien mayor, me resultaba inconcebible en ese momento, una tortura silenciosa que solo ellos conocían.
La atmósfera de esa noche, apenas unas horas antes de que yo mismo fuera empujado hacia lo desconocido, debió haber sido insoportable para Elena y Sack. Imagino la escena: la urgencia de los peligros que se cernían sobre nosotros, la decisión brutal de separar a su propio hijo. ¿Cómo se mide el amor en tales circunstancias? ¿Cómo se decide quién es el primero en enfrentar lo incierto, quién es el sacrificado en aras de una posibilidad de futuro? Hablar de Adam es hablar de la primera de muchas esperas, de la fe ciega en un poder que apenas comprendíamos. Lo empujaron hacia la niebla, hacia el Conocimiento, con la esperanza de que la barrera lo curara y lo protegiera de la inminente destrucción que nos acechaba. Una lágrima furtiva, una última caricia a un rostro que desaparecería en la bruma. Ese fue el comienzo de su exilio forzado.
La cruel ironía de la barrera es que, si bien te cura, también te desorienta de formas inesperadas. No te deja en el mismo lugar de la otra dimensión; te envía a un punto aleatorio cercano en su vasta extensión. Es una especie de medida de seguridad caprichosa o quizás una característica intrínseca de su existencia, un capricho divino que separa a los que la cruzan. Para Adam, ese viaje a lo desconocido fue aún más solitario. No había garantía de que volvieran a verse pronto, una certeza desgarradora para cualquier familia separada por tal capricho del destino. Fue lanzado a un mundo restaurado, sí, pero desconocido y vasto, sin una mano amiga que lo guiara más allá del umbral.
Pasaron dos largos años antes de que pudieran reencontrarse con Adam. Dos años de incertidumbre constante, de búsqueda incansable que consumió cada fibra del ser de Elena y Sack. Dos años de no saber si lo que habían hecho había sido para bien, o si solo había servido para terminar de destrozar a su familia. Recuerdo a Elena, su rostro, antes sereno, surcado ahora por nuevas líneas de preocupación, sus ojos siempre buscando algo en el horizonte, en cada nuevo rostro que aparecía. Sack, por su parte, se volvió más taciturno, más enfocado en la misión que los había impulsado, con una determinación férrea que, sin embargo, ocultaba un dolor inmenso y una culpa palpable. Y yo, viviendo al lado de ellos en ese tiempo, fui testigo silencioso de su desesperación, sin conocer la verdadera razón de su angustia. Me preguntaba por qué la sombra de la tristeza parecía seguirles incluso en los momentos de calma, una angustia que solo se disipaba por instantes cuando la misión absorbía toda su atención.
Mientras tanto, al otro lado de la barrera, Adam no solo había sobrevivido, sino que había forjado un camino a través de la soledad. Los primeros meses debieron ser un infierno de desorientación. Un joven de quince años, solo en un lugar desconocido, por más que la barrera lo hubiera curado. Tuvo que aprender a buscar alimento, a encontrar refugio, a esquivar peligros de una naturaleza que aún desconocíamos. Cada día era una prueba, una lucha por no sucumbir a la desesperación y la inmensa soledad. En su camino, encontró a alguien. Alguien a quien, por razones que solo ellos conocían entonces, decidió llamar Slot. Por ahora, su nombre real permanece oculto en las profundidades de la historia, un misterio que se desvelará a su debido tiempo.
La aparición de Slot fue un punto de inflexión para Adam. En un mundo donde cada sombra podía ser una amenaza, Slot fue una luz, un compañero inesperado. No sabemos cómo se encontraron, si fue por azar, por necesidad mutua o por alguna fuerza mayor que los unió. Pero lo que sí es cierto es que Slot se convirtió en un pilar para Adam durante esos dos años de exilio forzado. Le ofreció compañía, quizás conocimiento de ese nuevo entorno, o simplemente la presencia necesaria para que la locura de la soledad no se apoderara de él. Juntos, Adam y Slot sortearon los desafíos de un lado de la barrera que era tan prístino como peligroso, aprendiendo a confiar el uno en el otro, a depender de sus habilidades combinadas para sobrevivir. Esa amistad forjada en la adversidad no solo lo mantuvo con vida, sino que moldeó parte de la persona en la que se convertiría. Las noches de soledad se llenaron de susurros, de planes, de una camaradería que lo anclaba a la realidad, lejos de la desesperación que intentaba devorarlo. La presencia de Slot le recordaba que no estaba completamente solo, que incluso en la vastedad de lo desconocido, podía haber una conexión.
Solo cuando Adam finalmente regresó, dos años después de mi propio cruce y el suyo, entendí la magnitud de su sacrificio y el peso de esa espera. Fue un reencuentro agridulce, marcado por el alivio inmenso de volver a verlo, el abrazo desesperado de Elena y Sack, pero también por el peso de todo lo vivido y la distancia que se había creado. Las cicatrices en el alma de Adam no eran visibles, pero sí profundas, grabadas por la soledad y la lucha. Su mirada había cambiado, ya no era la de un niño, sino la de alguien que había visto demasiado, que había soportado más de lo que debería.