Creo recordar una frase sosa proveniente de algún canal espiritual que decía que vivir era abrir tus ojos al mundo y entonces pensaba que, en efecto, mis ojos, mis parpados, estaban abiertos, pero que no estaba viviendo en absoluto. Y es que en el momento en que lo analicé fue el peor, porque me daba la razón. Yo estaba siendo arrastrada por mi perro guía que perseguía una moto en la avenida. Sudorosa, con el cabello alborotado y ciega. Una enorme y negra pantalla cruzándose permanentemente en mi camino. Por supuesto que no estaba viviendo un carajo.
Pero en esos instantes mi madre hizo presencia en mi mente y como si estuviera hablandome al oído la escuché -: "Deja los pensamientos pesimistas, Eloise". Y como si fuera un mando me hizo pensar el lado positivo de aquello; corro con mi perro lado a lado bajo la sombra de los edificios de San Diego - California, quemo las calorías del tocino de esta mañana, me sale un nuevo estilo de cabello y me evito de mirar a los hombres de la construcción enseñando sus panzas peludas y la mitad de su dentadura. Aunque, creo que eso habría sonado ofensivo, mi madre también se molestaría por eso.
A ella no le gustaba que tuviera malos pensamientos, ella quería que fuera feliz. Sin embargo, hay momentos en la vida cuando la felicidad se te escapa de las manos, como hay otros donde se desborda de ellas. Hay esos momentos donde sientes que tu pecho explotará de felicidad y otros cuando sientes que se comprime tanto que desaparecerá.
Con tan solo veintiún años había pasado por esos momentos contadas veces. Quiero decir... muchas. Exactamente hasta el punto donde tu corazón no puede soportarlo más, tu mente te juega una mala pasada en respuesta, y para terminarlo todo, acabas con unas hojillas y tus muñecas mirando hacia arriba esperando.
Nada pasó, sin embargo, no logré hacerlo. Y no solo porque me atraparon, sino porque no podía ver nada, no sentía nada. Parecía que todos mis cuatro sentidos restante hubieran desaparecido al igual que mi vista.
Dolor en mi corazón, ¿por qué no también en mi cuerpo?
Pero, gracias a lo divino, esos momentos desaparecieron; un poco de terapia, una madre y un padre apoyándote en todo y un labrador que salva vidas.
Así que lo culparon a él. Yo me culpé a mí misma por haber estado con él, por supuesto.
Hay personas que la pasan peor sin sus dos piernas, o brazos, o quizás ninguno de ellos y, en efecto, viven felices. ¿Por qué yo no debía hacerlo también? Somos arquitectos de nuestras vidas y trabajamos con lo que Dios nos dio. Pero había algo que no me gustaba, y era que nada de eso se sentía malditamente correcto.
Aunque seguía ahí, todo bien, "viviendo la vida" y aguantando calor y ajetreo. Ojalá me hubiera rebelado antes con mi madre y haberme dejado los shorts que tenía, pero ella sólo insistió en arruinar el cálido día.
—¿No saldrás con eso, verdad? —Fue una pregunta retórica al momento de poner un pie ante ella. No quería verme con ello. Llevaba un short y una franela de tiros con una chaquetita encima. Supuse que se vería lindo. Ella era quién escogía mi ropa dando mi falta de sentido para formae conjuntos que quedaran acordes en modelo y color. Pero esa vez había tirado al suelo por unos instantes mi dependencia y había decidido hacerlo yo por mi cuenta. Tanto sacrificio y adivinanzas para que no le gustara al final.
De todas maneras, asentí obediente y subió junto conmigo a escoger un nuevo atuendo. Quizás había estado en lo cierto y quería ayudarme para enmendar mi error y así que el guru de la moda no le diera un telele cuando me viera.
En minutos salí de la habitación con un jean y con un blusón que después me mataría de calor. Me dijo que me veía adorable, sin embargo. Simplemente asentí y le lancé una sonrisa forzada. Recordé que ella no me dejaría salir mal vestida, que sólo quería que me viera decente.
Los shorts me hubieran servido para correr más en ese momento, porque justo Scott haló tan fuerte que se soltó de la correa.
—¡Scott! —exclamé mientras me paraba abruptamente.
En esas ocaciones, donde él desbordaba su entusiasmo en una cosa, odiaba que fuera hiperactivo, y un molesto ruido le agitara el corazón y saliera volando por el. Porque daba la casualidad que quedaba desorientada y sin tener a donde ir. Comúnmente me ayudaba con el palo retráctil, pero por mi terquedad lo había dejado ese día Quedé desamparada, completamente.
Entonces, aquél era esos momentos donde quería gritar de frustración porque todo era un hueco oscuro sin salida. Y, ya que me falta el aire tanto por la corrida como por la insertidunbre de mi paradero, respiré profundo, calmando mi ansiadad por la desorientación, y me quedé donde estaba, esperando que volviera. Esa vez, recuerdo, no había transeúntes en quien apoyarme o quizás solo siguieron su camino dejando a la desorientada que se las apañara sola. ¡Gracias humanidad!
—Joder... ¿y éste pulgoso de dónde salió? —A través de la neblina de mi cabeza escuché a un hombre maldecir, debía ser el de la moto. Hasta que por fin lo alcanzó, eh. Mi mente se puso alerta y empecé a maquinar llegando a la suposición que estaba justo al lado de la acera, y si era así, yo estaba a unos cuantos metros de él y la carretera. Por lo tanto, no me movería para nada. Ni un milímetro.
Pero sí intente con mi gañote.
—¡Scott! —intenté una vez más—. ¡Scott, ven aquí! ¡No me dejes sola! —demandé gritando.
El hombre había dejado de maldecir, le hacía mimos a Scott. Lo sabía, podía escucharlo como gemia de placer. Pero, al momento, el sonido trabajoso de su respiración me alertó de que se acercaba. Respiré aliviada, no se había olvidado de mí después de todo. Estaba al punto de las lágrimas de nuevo, joder.
—Eso es, ven aquí —le llamé mientras estiraba mi mano y suspiraba de alivio al sentir su lengua mojando mi palma.
—¿Estás bien? ¿Es tu perro? —preguntó el hombre misterioso con su profunda voz. Lo podía sentir a unos cuantos pasos de mí. Era joven, no sonaba como aquellos hombres mayores de la construcción, había agudizado mi oído en esto.