El sol comenzaba a alzarse en el cielo, y sus primeros destellos se filtraban con suavidad a través de la ventana, iluminando la habitación con una calidez discreta. La luz se posó, delicadamente, sobre el rostro de Jina. Molesta, frunció el ceño y se giró sobre el colchón, buscando refugio en la sombra que aún ofrecía su almohada. Sin embargo, la tregua duró poco.
El reloj, posado en una pequeña mesita junto a su cama, rompió el silencio con un pitido estridente: pit-pit-pit, repetido sin piedad.
Instantes después, sintió algo golpearla. Abrió un ojo con desgano y, de reojo, vio a su compañera arrojándole otra almohada con clara puntería.
—¡Calla de una vez ese maldito reloj! —gritó la voz irritada de su compañera de habitación.
Jina resopló, extendiendo la mano con lentitud para silenciar el aparato.
«Yo no te grito cuando no apagas tu despertador», pensó, mientras se acomodaba nuevamente, con resignación en el rostro y sueño en los ojos.
Me levanté con el cuerpo pesado, tallándome los ojos con torpeza. Sentía una molestia persistente en ellos; tal vez porque había llorado demasiado durante el día anterior. Arrastré los pies hacia el baño, aún con esa pesadez encima, como si me hubieran golpeado mientras dormía.
Al entrar, me detuve un momento frente al espejo. Me miré. Suspiré.
—Ahhh...
Mi rostro estaba hinchado, sobre todo los párpados. Me observé unos segundos más, en silencio, y luego entré a la ducha.
—Shhhh...
El agua resbalaba cálida sobre mi cuerpo, trayendo un alivio momentáneo. Era reconfortante, como si el cansancio se disolviera poco a poco. Ayer fue un día duro. Siento que si me detengo a pensarlo demasiado, me hundiré en un agujero sin fondo. Es doloroso...
—¡PUM, PUM!
Un golpe fuerte en la puerta me asusto, seguido de un grito aún más estridente:
—¡Sal de una vez, estás tardando mucho!
Tal como dijo, salí lo más rápido que pude. No quería meterme en problemas. Volví a suspirar. Parecía que iba a ser uno de esos días en los que suspiro más de lo que hablo.
Como no había clases, no necesitaba el uniforme. Así que me vestí con uno de mis cambios habituales que en su mayoría son sencillos: una camisa marrón de mangas obispo, recta en los hombros y amplia en los puños, creando ese efecto abultado que me gustaba. Encima, me puse un overol de falda larga que caía hasta mis pantorrillas, con un diseño de cuadros marrón claro. Lo acompañé con medias negras y zapatos del mismo color.
Es el tipo de ropa que suele vestir la clase baja-media, aunque me enorgullece decir que la mía tiene una calidad un poco mejor. Fue cara... tanto, que no comí bien durante dos días. Pero valió la pena, al menos un poco. Fue el primer lujo que me permití con mi primer salario.
—Ahhh... La vida no deja de ser difícil, ya sea como niña o como adulta —murmuré en voz baja.
Me giré para ver el reloj que, horas antes, me había despertado de la peor manera. Las manecillas marcaban las 6:30 de la mañana.
Parece que hoy visitaré la biblioteca del viejo Londo.
Salí del dormitorio y me dispuse a bajar las interminables escaleras. Mientras descendía, me percaté de que no había desayunado. Debería pedirle algo de comer al viejo… Suele hacer un pan delicioso. Solo de pensarlo, me pone de buen humor.
Atravesé la puerta del edificio y observé que las calles estaban, en su mayoría, desoladas, como es costumbre los domingos.
—Debí ponerme algo más abrigado —comenté para mí misma.
Había olvidado que estábamos en el mes de Quelora, el último mes del otoño, lo que obviamente significaba que el clima solo se pondría más helado.
—Ahhh —volví a suspirar, y esta vez mi aliento se condensó en el aire frío.
Seguí caminando algunos minutos más. Aunque llevo un año viviendo aquí, siempre observo los edificios... Son tan distintos a los de aquel lugar. Es algo obvio, ya que esta zona de la ciudad de Luars está más cerca del centro que ese barrio, pero de vez en cuando mi mente se dirige allá.
Tal vez últimamente más... porque ella falleció.
Sin darme cuenta, ya me encontraba frente a la biblioteca de segunda mano del viejo Londo. Abrí la puerta, y los tintineos de las campanas colgadas en ella anunciaron mi entrada.
Al entrar, vi a un hombre ya de edad avanzada, con una cabellera blanca, aunque con claros signos de calvicie. Llevaba sus característicos lentes redondos y su semblante conservaba esa expresión amable de siempre.
—¡Viejo Londo, ya llegué! Vine a visitarte en mi día libre, ¿qué te parece? —dije con alegría, esperando que me felicitara o al menos sonriera.
Pero, como era de esperarse… no lo hizo.
Saudade
Anhelo melancólico por alguien o algo perdido o lejano; muy asociado a suspiros silenciosos.