Capítulo uno.
─¡Mae! ¡Las flores!
Cuando oí mi nombre inmediatamente giré la cabeza sintiendo los nervios en el estómago. La novia era mi madre y toda la tensión la tenía yo. En un suspiro me apresuré en cumplir la orden dictada por la voz de la tía Imelda, una tía lejana (no de sangre) que mamá había puesto por primera dama de honor antes que a mí.
La verdad era que todo esto de la boda me había explotado en la cara sin previo aviso. A todo el mundo, en realidad, porque aunque mamá siempre había sido de esas personas incapaces de guardarse las cosas, su amorío con el honorable señor Wright se lo guardó muy bien. La noticia fue inesperada para la familia y salsa picante para los medios, que por supuesto (mamá siempre tan hospitalaria) también estaban invitados a la ceremonia. En ocasiones como ésta, tener una vida tan pública sinceramente era algo que no me agradaba en lo absoluto. Ella amaba las cámaras y las entrevistas; me forzaba a quedarme a su lado y sonreír muy ampliamente sin cesar para que así todos vieran la belleza que heredé de ella. Y yo no podía decir lo contrario, porque a mi padre nunca lo conocí. Y mamá nunca me habló de él. A veces se me hace que ni siquiera ella lo conoció...
El pasillo era largo para llegar al living, y en toda su longitud iban y venían los diferentes personales de vestuario, ornamentación, seguridad y uno que otro familiar que en la vida había visto. Los subordinados me saludaban inclinando la cabeza en una sutil sonrisa a modo de reverencia, yo prefería que no lo hicieran pero ya era costumbre. Fue así como me topé con Curtis, el florista, a quien quería ver. Le pregunté por el ramillete de mamá y con una de esas sonrisas y muchas inclinaciones de cabeza, me aseguró que él mismo se lo haría llegar. Di un suspiro una vez que se fue, levantando la mirada hacia la salida al jardín y todo el equipo que ordenaba las sillas y los arreglos de flores. Al final del altar había una fuente de dos cisnes formando un corazón, y por segundos imaginé a mamá allí de pie, arruinando mi vida al decir "Sí".
Entonces lo vi a él. Su imagen se asomó desde un costado de la puerta de cristal que daba al jardín, estaba hablando con Ezra Night, un tipo del anaquel más alto en el negocio de bodegas de licor. Ambos sostenían en mano una copa con menos de dos dedos de líquido y tenían esa cara de seriedad que requiere toda conversación madura y que a mí no me venían bien de ningún modo. Él vestía un traje de raso brillante en un tono gris, y para su suerte, su padre sí lo había puesto como primer padrino de la ceremonia, por lo que llevaba una corbata a juego con la decoración. Era el hijo del antes nombrado y "honorable" señor Wright, el que en unas horas sería el esposo de mi madre, en pocos minutos mi padre, y todo esto, a partir de acá, mi mayor desgracia.
Conviene decir quién es Jonah Wright, aparte de mi nuevo hermanastro. Porque toda historia, aunque una no quiera, debería empezar así: "La primera vez que lo vi...". Y pese a que lo recuerdo casi cada noche de mis regulares insomnios, yo sólo diré que desde ése momento, mi alma de niña se apegó a la suya con tal fuerza, que creí no podría superarlo nunca. Digamos que lo hice. Sí, hace unos treinta minutos cuando lo vi llegar en el BMW abrochándose el saco y caminando en cámara lenta hacia el jardín, su cabello cobrizo brillando con el sol y esa cara de puño con la que acostaba las tupidas cejas y casi se unían al centro... Entonces caí finalmente en cuenta que toda esta locura era real: El amor de mi vida estaba por convertirse en mi hermano para toda la vida. ¿Cómo debía tragarme eso ante mi madre?
Ella deliraba de felicidad. Yo la miraba de pie recostada a una pared de la habitación con las manos tras la espalda, estando ella sentada en un silloncito y rodeada por un montón de mujeres que disfrutaba del acontecimiento tanto como ella o más, dándole toques a su cabello, su cara, sus pestañas, sus manos, e incluso a su alarmado cerebro.
─Madeleine siempre quiso un hombre así ─dijo la tía Imelda al respecto, mientras peinaba el cabello de mamá y dirigía miradas graciosas a las demás─. No me sorprendería que sucediera luego de la primera cita.
Todas rieron bulliciosamente, y yo achiqué los ojos repeliendo el ruido que me taladraba los oídos: mi cabeza iba a explotar. Entonces fue cuando me enviaron por el ramillete, y una vez que dejé de contemplar a Jonah Wright desde el living y él a su vez voltease a mirarme por dos segundos, giré sobre los pies y huí de sus ojos.
Jonah Wright era ambicioso por naturaleza, heredado de su padre, decían; y ambicioso en todos los sentidos. Conocido en la escuela por ganar todos los deportes habidos y por existir, simplemente porque no aguantaba perder. Decían también, que de no saber cómo jugar, Jonah lo aprendería cinco minutos antes de entrar. Así lo decía el entrenador. Yo imaginaba que así también era en la vida. Y sin embargo, podía ser tan simple como para comprar el mismo desayuno en el cafetín todos los días de escuela; yo lo sabía porque se sentaba a comerlo en las gradas del campo sin ninguna compañía cuando a esa hora tenía mi entrenamiento de soccer. Nadie lo hubiera visto así, pero para mí, Jonah era un rico distinto.
Casi perdida en la enorme mansión (recién pagada para el evento y que apenas empezaba a conocer), me detuve a mirar cómo rociaban de pétalos de rosas blancas los alrededores del altar, a través de un amplio ventanal. Todo parecía irreal, parecía...
─Parece un mal sueño, ¿no crees? ─oí junto a mí.
Cuando busqué de mirar a mi izquierda (con todo el agite y el corazón a punto de salírseme porque definitivamente conocía esa voz), mi reacción fue la de alguien que acaba de ver un fantasma. O peor, alguien descubierta en sus íntimos pensamientos. Pero enseguida que miré su perfil contemplando el jardín con la luz exterior iluminando su cara y esclareciendo sus pestañas rojizas, aclaré la garganta y simulé mi mejor actitud indiferente.
Editado: 07.09.2021